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Trilogía del signo (2018, 2020)>
La Trilogía del signo (Trafalgar Square, Manchester, 2018; La Siega, París, 2020) recoge los libros de poesía que he publicado desde 2011 al 2018, aparecidos en ediciones ultralimitadas y ciudades tan dispares como Londres, Ciudad de México, Lima y Manchester.
Prólogo
"el médico me dijo que se trataba de un cáncer que había hecho metástasis,
me dio cuatro semanas de vida,
una por cada sinfonía de Brahms"
II.
La primera vez que escuché recitar a LM, autor de esta trilogía, fue en un restaurante ubicado en pleno centro del Raval. Lo que más me sorprendió de esa lectura fue la forma en que recitó sus poemas, haciendo levantar los ojos y los oídos del público. Y es que comenzaba su imprecación, o mejor dicho, su salmo, su oración, su canto gregoriano. En ese momento se instauró un tono más solemne, como de misa. Ese era LM y cantaba el inicio de su trilogía, Pueblo Joven, dejando a su auditorio perplejo.
Luego de escuchar esta lectura y profundizar en estos textos me di cuenta de que era evidente que el autor había escrito estos poemas llevado por un ímpetu irrefrenable de expresar aquello que ya ni la mente ni el cuerpo podían soportar, condensándolo en su texto. La Historia, los temas y los personajes que atraviesan la trilogía son múltiples, y muchas veces anacrónicos. Por ejemplo, músicos y cantantes como Iggy Pop, Charlie Parker, Héctor Lavoe, Britney Spears, Kurt Cobain, entre otros, poetas de la Beat Generation, Hörderlin, Trakl, amigos universitarios, conquistadores, terroristas, cánceres y SIDA, orines, ciudades, marcas de ropa como nike, adidas, le coq sportif y cualquier cosa que se ponga de moda (II. 486). Hay mucho de vitalismo en todo esto, y creo que es justamente su lectura, su oralidad y su prosodia lo que nos permite verlo, y principalmente sentirlo.
Pero vamos por partes. El primer volumen de esta trilogía, Pueblo Joven, se arma a través de imágenes apocalípticas donde el que habla es el sobreviviente que rememora con un ritmo guiado por la sucesión de imágenes –parecido a Thelonius cuando golpea con los puños las teclas de su piano– todos los antepasados de este/ país/ que se derrumbó (p. 29), acompañado de los amigos que aún conservan la vida para dar vueltas a lo que queda del/ barrio (p. 31). Se podría decir que Pueblo Joven es como un pueblo de fantasmas donde lo único que sirve para iluminar los caminos oscurecidos del recuerdo y su consiguiente evocación es la palabra hecha poema. En este sentido, se puede ver ya el inicio de una búsqueda en movimiento, como si fuera una especie de Comala donde ya no se busca solo al padre, sino a todos los que han desaparecido: el deseo de trazar una genealogía del caos a través de una poética y dar un poco de orden al asunto.
Creo que es importante advertir la mano que escribe estos poemas: LM es un poeta peruano radicado en Barcelona, con grandes temporadas en París, y pasos por Lima, Budapest y Londres, y su cabeza partida entre Latinoamérica, Europa y el infinito sin fronteras. Es, a fin de cuentas, una trilogía escrita por un migrante (en el sentido geográfico, escritural y existencial), de un nómade con pies ligeros y cabeza pesada, un ángel con alas de azufre, como me gusta llamarlo. Al leer su trilogía uno percibe que está escrita bajo el mandato más fidedigno que puede impulsar a un poeta a escribir su obra: escribir aquello que quiere leer y que no encuentra en otro lugar. Es el eclecticismo y la multidisciplinariedad de los temas que la recorren lo que impide encasillarla en alguna temática, movimiento o estética; a la vez que nos permite darnos cuenta de que se trata de poesía pura y dura. Estoy seguro de que el Hölderlin, citado en la trilogía, el Hölderlin de los últimos días, el desquiciado poeta iluminado que gritaba las verdades como el mejor de los cínicos, estaría bastante satisfecho con estos tres títulos que son como un botellazo en la cabeza de los poetas de escritorio y los poetas castrados.
Ahora bien, y para entrar en detalle, me gustaría referirme a II, el segundo volumen de esta trilogía, que es, a mi modo de ver, la ambición de abarcarlo todo en unas pocas páginas, con un ritmo acelerado, como quien escribe con el tiempo en su contra, siempre con la muerte acompañando la intensidad de una vida que debe ser vivida al límite; y es que todos los temas y los países y las ciudades y las vidas y las muertes y las visiones se llevan más allá de los márgenes del imperativo de escribir aquello que se vive, traducido a través de un lenguaje que bien podría haber sido un solo grito largo y profundo que diera cuenta de la intensidad de la vida, tal como se puede leer en la velocidad de un fragmento del volumen en cuestión: “Lima, Barcelona, París, Budapest, que en su momento dieron a más de uno en el pecho como un flechazo que desangra hasta la última gota pero que hoy no son más que nombres en el mapa confuso de cualquier memoria” (II. 399-404). II es un libro, además, poblado de seres sin nombre, seres que “nunca serán portada de revista ni de semanario cultural, ninguna de sus palabras será titulares de periódicos, nunca escribirán reseñas de libros ni firmarán ensayos que por generaciones alumnos de distintos países leerán, citarán, nunca editarán la Gran Revista De Este Siglo ni escribirán novelas ni serán ejemplo de nada” (II. 760-765).
En Tan igual pero distinto, tercer volumen de la trilogía, LM aporta la sangre para una escritura visceral: “yo también a veces me pregunto por qué/ mi cuerpo produce pus caga después de/ comer/ piensa apesta poco a poco/ mientras se pudre” (p.110), y vitalista que se enfrenta constantemente a la muerte: “yo sé y sé que tú también lo sabes/ es decir lo sabemos amigo/ mío el oxígeno nos oxida/ porque lo oxida todo/ y maldita sea nosotros estamos dentro/ envejecemos como un clavo” (p. 113). Del mismo modo que, se posiciona y, entre terroristas y seres mitológicos del centro de París, encontramos la crítica al establishment poético, a las antologías de las antologías de los poetas que se repiten y se copian hasta la saciedad, aumentando el canon de las instituciones y ensanchando la historia de una literatura anémica que se moriría de aburrimiento si no fuera por los marginados que realmente padecen la necesidad de escribir para dejar constancia de la enajenación del mundo: “fue en efecto la sorpresa pendulando entre hoja y hoja/ todos aquellos nombres que ya estaban ahí hace rato/ pulga que salta a la oreja/ los recordé tocando mi puerta/ llamando por teléfono/ saltando de página en página/ de revista on-line a revista impresa/ (...) textos inéditos/ de nombres/ repetidos plagiándose entre sí/ escribiendo el mismo poema” (119-120 pp.).
Por último, decir, y volver a repetir, que La trilogía del Signo es, en definitiva, el trabajo de un poeta lúcido ubicado en medio del caos, y su escritura, la forma que encontró para dar cierto orden a ese caos, ya sea en Pueblo Joven con un uso del verso, II con una prosa poética más autoficcionalizada y confesional que dialoga, muchas veces, consigo misma, y Tan igual pero distinto cerrando una trilogía con un signo evidente y penetrante como solo lo pueden lograr las grandes verdades: “yo me he pellizcado/ me he cortado en pedazos/ me he hecho sangrar y aseguro/ me ha dolido (…) el dolor saltó como una chispa/ entonces mis sueños deben ser en verdad/ y en nombre de mis sueños hablo y me/basta” (108-109 pp.).
Rodrigo Ponce
Anexo
“desde la cima del acantilado, antes de que cayese el sol,
podíamos contemplar por última vez el vertedero”
II
Al final del primer tomo de La trilogía del signo, en el último poema de Pueblo joven –opera prima de LM Hermoza–, el poeta dice que podemos “hacer polvo las rocas con los dedos/ mover montañas”, “derrumbar acantilados con la energía/ acumulada de nuestras palmas”, “incendiar bosques con un tronar de dedos”, pues “el horizonte” “es nuestro” pero (porque siempre hay un pero): “pero cuando se abre la tierra y nos traga/ pero cuando se abre la tierra/ y nos/ traga” (p. 39). ¿Quiénes son esos que pueden dominar a la Señora Naturaleza (como diría Huidobro) a esa vieja de culo prominente donde “el río acaba” y a la que los niños de Pueblo joven se le cuelgan en las tetas “como osos hormigueros”? ¿Quiénes son los que tienen ese poder entre sus manos? ¿En qué palmas, en qué dedos? En este caso, la mano funciona como metonimia de lápiz, y lápiz como metonimia de escritura: el horizonte es propio de los poetas. Sin embargo, LM Hermoza declara que “Poesía es más allá” y que “el horizonte siempre está más lejos” aunque “el sentimiento poético nace de contemplar ese horizonte, de la conmoción frente a lo imposible que además es inalcanzable. Querer llegar a ese horizonte es impulso poético, y expresarlo: POESÍA.”(1)
El primer volumen de la trilogía abre con esta misma problemática: “vendrá primero la luz enceguecedora/ y fulminante a la que seguirá la noche/ más larga y oscura” (p. 25). El precio de contemplar y querer alcanzar ese horizonte es hundirse en la noche, o dicho de otra forma: el lenguaje poético –esa chispa entre los dedos— es expresión de ese intento fracasado por dominar la naturaleza, pero también, y sobretodo, es testimonio de ese viaje hacia la sombra, y en este sentido no solo hay fracaso, o derrota; al contrario, Hermoza dirá que la poesía solo puede surgir cuando la tierra nos traga, solo ahí es posible el despliegue del impulso poético como carrera interminable hacia ese horizonte que siempre está más allá: “Poesía es la respuesta al llamado del horizonte que cada uno lanza”, dice Hermoza.
Así, la trilogía abre, desde el primer libro, la problemática clásica del sujeto moderno, su aporía fundacional: podemos hacer como que dominamos a la naturaleza, introduciéndonos en ella hasta tocar ese fondo oscuro; pero también, y muy probablemente, sea la naturaleza quien nos devore y a esa luz muchos monstruos no son ajusticiados. “Nadie nunca ha podido volver de más allá con juicio para contarlo. Los pocos que lo lograron retornaron sobrenaturales para no quedarse con nosotros sino saltar al árbol./ El poeta no es árbol, pero canta sus frutos”, afirma el autor.
Parto el análisis de La trilogía del signo haciendo dialogar partes de la Poética del autor con el último poema de su primer volumen, Pueblo Joven, porque me parece que en dichas frases se encuentra la mayoría de las claves que nos permitirán subir al barco que nos conduce hacia esa oscuridad lumínica que es la poesía de LM Hermoza; capitán ebrio de un barco que se hunde, marinero enloquecido que se aferra al mástil en mitad de la tormenta. Leer estos poemas es pactar con esa aporía, es transitar esa acumulación excesiva de palabras que rodean un vacío, o una falta; es depositar el cuerpo en el horror vacui del sujeto que, ya entrado en el siglo XXI, se desdibuja todavía más, pero que no enmudece, no calla; aunque balbucea, y a veces grita.
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Lo primero que salta a la vista cuando uno ingresa en la poesía de LM Hermoza es la figura que se delinea del poeta: el poeta es El Mago, pero también El Loco. En el Tarot, El Loco representa al 0, es decir, al infinito o incluso a Dios. El Mago, en cambio, es el individuo, el ser humano que posee todas las herramientas para delinear su futuro. Es la potencia del 1 coronada por el cero: sobre la cabeza del Mago reposa el símbolo del infinito.
Hermoza transita entre el 0 y el 1 en toda La trilogía del signo: “el símbolo es un dibujo que parece el ojo de una cerradura o un nuevo amanecer: –tiene que haber un círculo y una cruz, que juntos contendrán el infinito” (II. 597-600), le responde el Abuelo al poeta. “Busca el símbolo y olvídate del resto, ¡tenemos que mandar al simio a otra galaxia! –¡al cielo!– las niñas lindas nunca querrán ser monas y… tú buscas niñas lindas ¿no es así? –así es.” (II. 594-596) El Abuelo viene para transmitir esta sabiduría ancestral al poeta, para recordarle su misión en esta vida y por eso se le aparece en plena fiesta, cuando rodeado de amigos universitarios y amantes, el poeta acerca su oído a la arena para escuchar, sumerge su cabeza en el agua para ver; sin embargo “nadie me creyó, todos rieron apelando a mi sentido del humor juzgado impredecible” (II. 604-606)
Como El Loco, el poeta entra y sale de la Ruta Iniciática a su antojo. No es capaz de medir el valor de las herramientas que carga consigo y bordea el abismo de manera despreocupada. El viaje hacia la sombra está cargado de referencias pop, de pornografía, de hamburguesas, de niñas lindas, de fiestas y cuerpos sidosos en pisos compartidos, de pedofilia y voyerismo. No podría ser de otra forma: el exceso es parte del viaje y este viaje se realiza en pleno siglo XXI. Y aunque el poeta también es Mago, es decir, es consciente de la potencia que tiene su lenguaje, también es El Loco que ha naufragado, el que no tiene raíz ni hogar, el expatriado que se mueve entre Lima, París, Barcelona, Budapest, Osaka. Como El Loco, que puede entrar y salir entre los Arcanos porque no tiene lugar definido en el mundo, asimismo, y sobre todo en el segundo volumen de la trilogía –en II– Hermoza hace gala de su condición de poeta latinoamericano que vive en distintas ciudades del globo, pero todos esos otros lugares parecieran ser el mismo lugar: ya sea la Rambla repleta de cuerpos que cuelgan de los árboles; o las calles de los nueve millones que es París, todos esos otros lugares parecieran estar igualmente vacíos, cargando la misma inercia: “Tengo que escribir una novela, dos poemarios, una obra de teatro y un zine que distribuiré en bares, centros culturales y librerías independientes, todo eso esta tarde, después de las campanadas de las cuatro” (II. 194-197) dice el poeta, burlándose claramente del oficio escritural, pero a la vez, constatando la urgencia de la escritura.
Pese a lo ridículo del gesto –escribir al menos tres obras en una tarde– pareciera que para el poeta no hay otra opción que remitirse a ese trabajo de inscripción y tachadura, o dicho de otra forma: de edificación (1) y destrucción (0) a través de la palabra poética. Más tarde agrega: “vino a hablarme mi abuela, mi abuela que no veo hace décadas vino, abrió la puerta y se sentó en mi sueño como no lo hacía desde mi adolescencia, yo estaba haciendo cualquier cosa, probablemente intentaba escribir en un ordenador lleno de pornografía” (II. 236-240). La visita de la abuela, sin embargo, hizo que el poeta tomase “el primer avión que se estrelló en la cordillera” (II. 241-242) porque hay algo, siempre, que emerge en ese aparente sinsentido: una
cuerda que lo arrastra otra vez hacia el fondo de la tierra, hacia esa raíz que no tiene tiempo ni lugar, a la contemplación del horizonte que se aleja, o el encuentro con la Poesía.
La escritura pareciera ser, entonces, el único hilo que le permite al poeta articular el mundo que ha desplegado, y dotarlo de algo así como un sentido trascendente: la palabra nombra e ilumina la oscuridad de la noche, se yergue como la única farola capaz de trazar un sentido en la oscura correspondencia de las cosas. Sin embargo, la pulsión que subyace a este lenguaje, si bien podría caber dentro del arquetipo universal del “poeta mago-loco”, también responde –quizá a su pesar– a una problemática bien situada y perfectamente reconocible: es el vacío que persigue al letrado latinoamericano (en términos de Ángel Rama) que se sabe atravesado por una falta: su lenguaje no es suyo, ha sido impuesto desde afuera, y por lo mismo, ha de utilizarse como arma de destrucción del mundo (constatar su decadencia) pero también, como única posibilidad de constitución de un hogar desde la diferencia, desde la palabra quebrada, irónica, apocalíptica y, a ratos trágica y grandilocuente, que atraviesa los tres volúmenes.
Dicho de otro modo: si el horizonte se ha impuesto desde afuera, la única posibilidad de atravesarlo será hundirse en la tierra –en el adentro–, es decir, en la muerte, en la locura, en la falta que entraña, sin embargo, la posibilidad de alcanzar ese otro horizonte obliterado que debe erguirse desde la nada, que es lo mismo que decir desde la imaginación, o desde la palabra recién emergida de la boca –con todo el balbuceo que eso implica. Podríamos pensar, entonces, que hay un ímpetu fundacional en La trilogía del signo de LM Hermoza, una especie de actualización de la imagen del poeta-vate modernista –a lo Darío– pero sin la ingenuidad de ese entonces: la derrota está aquí marcada desde el comienzo (la ironía expresada como tachadura
apocalíptica), lo que no impide, sin embargo, el despliegue del territorio poético como escenario perfecto para la exhibición de ese caos particular, que se poza sobre cierto tipo de individuos, que han nacido en ciertos lugares del globo, aplastados por esa cordillera, de cara a esas aguas frías y tumultuosas del Pacífico, insomnes devotos de la voz de los antepasados, poetas quiltros desarraigados y nostálgicos no se sabe bien de qué, ni por qué, ni cómo; pero la palabra muestra, ilumina esa oscuridad, funda desde esa herida que se arrastra, y explota.
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Otro punto fundamental de la oscuridad lumínica que es la poesía de LM Hermoza es la importancia que tiene el colectivo, el nosotros. Este colectivo puede ser la pandilla de niños-adolescentes que se toman la isla de Pueblo joven, o los universitarios que recorren las playas de Europa en II, incluso los conquistadores que llegaron a América. Pero todos comparten una misma condición: desaparecen, son tragados por la oscuridad, la enfermedad o la locura. Terminan como mendigos en las calles recitando poemas que nadie oye, desaparecen de cánceres bomba, son aniquilados por las bestias del nuevo paraíso, o terminan casados, con ramas que les salen de los brazos como niños que cuelgan en las veredas. El colectivo se pierde, termina consumiéndose en la lluvia de fuego que cae desde el cielo para aplastar a las moscas.
Ese colectivo, ese nosotros que puede “doblar barrotes con las manos” (p. 38) son “los viejos amigos flotando boca/ arriba de nuestras palabras” (p. 27), o “todos los antepasados de este/ país/ que se derrumbó” (p. 29), o los “perros callejeros” que van “por lo que queda de calle” (p. 36), los que no sobrevivieron a esa “isla en llamas llamada más allá” (II. 791-792), los cyborgs, los andróginos que querían tener cuerpos dorados (II. 780), los que “nunca serán portada de revista ni de seminario cultural” (II. 761-762), los perros fieles de Pizarro que lo siguieron hacia ese más allá desconocido en la estepa americana; los que les arrancaron los ojos a los ancianos y los que luego eyacularon dentro de las jóvenes “antes de abrirles el
pescuezo” (II. 116), los que entregaron todo a la destrucción y no dejaron “piedra sobre piedra, madera sobre madera, cuerpo sobre cuerpo” (II. 119).
Es importante destacar que en la poesía de LM Hermoza el colectivo responde, casi siempre, a los personajes que viven desde el margen: son los poetas, los alucinados que subieron al barco que nunca terminó de arribar, los que resisten la decadencia de un presente amnésico en el que no cabe la inutilidad de la poesía. Por eso los amigos se ríen cuando el poeta intenta transmitir lo que le dijo el Abuelo; a fin de cuentas, en esa orilla “había coca cigarro/ harto trago/ y tú/ y yo/ sobre la arena” (p. 27). Tras la desaparición del colectivo, lo que queda es simplemente un único Otro: el Tú, y el Yo que se planta frente a él como espejo. ¿Pero quién es ese Tú? ¿Y dónde se encuentra?
Esta es la principal temática del tercer volumen de la trilogía: Tan igual pero distinto es un libro que nos cambia el tono, un libro en que el nos adentramos en la profundidad subjetiva de un individuo específico y perfectamente situado. Es el libro que transcurre en París, tras los atentados y las bombas; el libro que también abre una ventana hacia otra cosa, una especie de más allá del más allá que se había estado delineando en los dos primeros volúmenes.
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Ni Pueblo joven ni II responden a un escenario espacio-temporal que exista en la realidad. Pueblo Joven es una especie de delirio febril, un Pueblo donde hubo una guerra: “había una lucha/ en el cielo”, “buques de guerra como sombras de madre”, comienza diciendo Hermoza en el primer poema, “la risa de gaviotas bajando de la isla”, (p. 27). El poeta despliega un imaginario post apocalíptico, un más allá donde abundan los peces muertos, las lagartijas, los perros, los orangutanes, las liebres y las madres, sobre todo las madres: hay, en este libro, un abandono, un irse, porque la tierra “nos traga” y lo que queda son retazos, imágenes sueltas que funcionan más como un torrente de conciencia que como un discurso armado y coherente.
En II, en cambio, el poeta cambia del verso a la prosa, una prosa exigente, en donde no existen los párrafos que separen las diez partes de las que se compone el poema. Frente a las 15 páginas de Pueblo joven, nos encontramos con las 30 páginas de II, en las cuales se despliega la poesía como bloque cerrado, para relatar el viaje que emprende el poeta luego de abandonar esa “isla en llamas” que aparece por primera vez en Pueblo joven.
Lo interesante de II es que el viaje empieza a tomar forma, comienza a situarse en una geografía que es la geografía del mundo, pero también del tiempo: el hundimiento en la tierra parte con referencias claras al tiempo de la Conquista, lo que refuerza la idea de que hay, en La trilogía del signo, una fuerte preocupación por la realidad latinoamericana: ¿qué es Latinoamérica sino esa isla en llamas llamada más allá? Esta isla está marcada por el saqueo, la violación y la amnesia. El colectivo de los conquistadores es el mismo que más tarde
aparece como pandilla de universitarios borrachos, como tropa de poetas o intelectuales que viven en el desarraigo y en la amnesia colectiva. Los amigos se burlan del poeta que ha puesto su oído en la tierra para escuchar: “por este lado se va a lo conocido, por este otro a lo que no conoce nadie, el que me quiera seguir que lo haga”, dice Pizarro a sus tropas, “no había otro lugar a dónde ir de todos modos, y permanecimos con él como perros fieles, y como perros fieles saltamos de la barca” (II. 44-48); los que saltaron de la barca son los mismos que se encontraron “en las aulas plomas de una universidad parisina” “sabíamos un puñado de palabras en francés y, armados de nuestras bromas, salíamos a tomar cerveza bajo el cielo húmedo de
Montparnasse, una noche les prometí que cruzaríamos juntos el desierto, hasta encontrar, detrás del bosque y los peñascos, la playa, levantaríamos nuestra carpa y nos sentaríamos a
esperar el diluvio” (II. 81-88).
No creo que sea casual la mención de los Conquistadores al inicio de II: como decíamos anteriormente, hay una urgencia por alcanzar ese otro horizonteo literado (esa playa donde se esperará el diluvio), una necesidad imperiosa de dar cuenta de la decadencia del mundo, pero también una pulsión que voltea los ojos del poeta hacia el pasado: pareciera haber allí una clave que explicaría, en parte, la desazón y el absurdo que atraviesa toda la trilogía, una especie de drama histórico que se poza sobre el cuerpo del poeta desterrado que, pese a sus esfuerzos, no logra encontrar su lugar en este mundo.
LM Hermoza utiliza la poesía para volver a contar la Historia. El tiempo se deforma, va de atrás hacia delante, y de adelante hacia atrás, pues ¿qué otra cosa debiese hacer el arte sino desplegar nuevos territorios nacidos desde la imaginación? Esta fusión de tiempos y espacios me parece uno de los aciertos más notables que alcanza La trilogía del signo, porque a través de esa cerradura ingresamos a ese otro lugar velado por la Historia, nos metemos a ese río que no cesa, a esa contracorriente que nos aplasta la espalda y nos resopla la nuca
como diciéndonos que no podemos deshacernos de nuestra raíz. En II se despliega ese viaje, ese tránsito por la tierra de nadie y de todos, a través del ojo poético que mira el horizonte que se escapa, que se le vuelve a escapar una y otra vez, porque “¿a dónde va esa gente que grita, levanta el brazo y aprieta un poco de aire en el puño? La carretera cruza el pueblo pero no conduce a ningún lado (…) hombres de lenguas incomprensibles, bífidas, llenas de odio que os arrancáis los cabellos para luego golpearos en la cabeza con vuestras propias palmas (…) ¿a dónde vais por el sendero del que nadie regresa? (II. 148-165). ¿Pero qué pasa con el poeta que recorre ese sendero? ¿Qué pasa con el hombre que se pierde en esas carreteras? Quizá devino
sobrenatural y saltó al árbol; y aunque el poeta no es árbol, sí canta sus frutos: ese canto es el que encontramos en Tan igual pero distinto.
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En el tercer volumen de la trilogía, la experimentación formal alcanza su máxima expresión: una mezcla de verso y prosa antojadiza, estrofas muy largas que dan paso a los versos de dos en dos, que responden más a un intento por emular la oralidad del lenguaje que a un sentido específico de la espacialidad poética. ¿Pero por qué? Podríamos pensar que ya en este tercer volumen la intención primordial no es la de contar una historia –como era el caso de II, que bien podría considerarse una especie de crónica del viaje– o hacer gala del manejo técnico del lenguaje –que aparece con mucha claridad en Pueblo joven– sino que hay más bien otra cosa; un despojo de las viejas técnicas de la literatura, una obliteración consciente de la gramática y el idioma, sobre todo una búsqueda de algo que va más allá del lenguaje: esa verdad que está detrás del horizonte, esas respuestas que no llegan, esa voz que se desplaza.
En TIPD aparece con fuerza la subjetividad del poeta, su drama personal con ese Otro, con ese Tú que no tiene forma definida, pero que acecha como bestia o toro entre las sombras. Aparece por primera vez el horizonte personal de LM Hermoza, que va más allá, mucho más allá del horizonte colectivo. Aparece el miedo a la página en blanco, el estupor frente al posible enmudecimiento, la nostalgia de no tener ningún sitio al que llegar o volver, el miedo a la muerte: “me dices que la pus se va de todas mangas/ una vez que acabas los antibióticos/ no hermano es mentira/ porque vuelven me vuelven/ y cada vez es peor/ cuesta más/ fatiga más/ cansa aburre/ me dices somos seres vivos y como tal/ tenemos que morir/ qué estupidez más grande/ qué razonamiento más absurdo” (TIPD 114-115 pp.).
En TIPD aparece por fin el hombre, y junto a eso, el hambre, el deseo y la poesía: “gracias a Holderlin salí a buscar/ a Trakl y lo encontré probablemente me/ estuviese esperando desde que salió de/ imprenta probablemente desde/ 1977 probablemente ahí estaba estuvo/ pero no en la primera sino en la última/ librería a la que entré salí” (p. 83). Trakl, ese “perro que se mató a los 27” (p. 77) lo estaba esperando desde el momento mismo del nacimiento, al igual que los poemas: “los textos te buscan/ te llegan/ caen/ no los encuentras/ para bien o para mal/ salvo lo que no está en tu camino/ lo demás vendrá por ti a la cara/ aquella poesía que buscas será la primera/ que se te vaya/ huyo dicen/ en busca replico” (TIPD p. 121).
Dijimos, al comienzo de este comentario, que la poesía de LM Hermoza es el despliegue del lenguaje frente al horror vacui, el rodeo en torno a la falta (moderna, latinoamericana, personal): el horizonte imposible de alcanzar podría ser leído, incluso, como el deseo erótico que surge frente a la poesía; poesía o belleza imposible de atajar, deseo que permanece justamente por esa misma condición de imposible.
Carson, en su ya famoso ensayo “El dulce amargo”, define el deseo erótico como esa falta. Si hay algo que asegure la permanencia del eros, es justamente su desplazamiento. En la La trilogía del signo, vemos ese movimiento permanente de la poesía que siempre está más allá. Y vemos al poeta que acecha, que corre y se lanza al mar en búsqueda de esa poesía inalcanzable. Todo el viaje no ha sido más que eso: el despliegue frenético de la poesía por alcanzar una Voz.
Podríamos pensar, entonces, que ese Tú no es otro que la poesía misma. Y que la productividad de estos libros surge porque poesía está más allá. El enamorado no es el hombre, es el poeta que con su espada se arrastra por el infierno para recuperar a Eurídice. Pero Beatriz no está en el infierno, ha ascendido hasta el paraíso. Y el poeta es también hombre, que suda y
tiembla en la tierra bastarda del Tánatos. El reconocimiento de esa fragilidad –somos mortales y no pequeño dioses– es lo que encontramos en TIPD; el doblez íntimo del hombre que padece, el miedo del niño que ve a su madre irse a través de la ventana.
“mi mujer me prometió sin abrir la boca/ sus tres reinos/ de la mano me llevó a la cima de la colina/ y orgullosa señaló con la cabeza su pobreza/ mi mujer me arrugó el corazón cuando/ entre lágrimas sin abrir las fauces/ me prometió el miserable reino de la derecha el miserable reino de la/ izquierda y el miserable reino del fondo (…) aquella torre vi era otro horizonte que/ sonaba su propia campana y te aseguro/ allí también estuve es decir en ese mismo/ momento desde la torre vi el otro horizonte” (TIPD 95-96 pp.)
El horizonte que se persigue no es el horizonte humano. No es la mujer y la casa y los hijos. No es la fama del poeta que sale en los periódicos. Lo que se persigue es ese otro horizonte imposible que podría ser la poesía misma, el único amor que permanece, el único deseo que trasciende los tres libros. Sin embargo, en TIPD aparece, quizá por primera vez de manera clara, el hombre que sufre por esa falta, por la constatación empírica de ese vacío: “y dicen que yo veía un precipicio n-o-m-á-s/ que yo veía un espejo n-o-m-á-s/ que yo veía un puente/ y yo veía negro/ y donde nací la colina lo veía/ en el fondo era un corazón” (p. 72).
El viaje hacia la noche más larga y oscura se representa aquí como un corazón en mitad del vertedero, como nudo que aprieta y atraganta: “hay un nudo negromorado- azul/ (…) a veces quema a menudo/ ese nudo negro-morado-azul habla/ dice veo desde dentro que te rajas/ dice veo desde dentro tus fisuras (…) rueda las colinas donde se me marchita el sol/ rueda diciendo rueda recordando llama/ y yo que obedezco me veo cara a cara/ en silencio mi mí frente a mí” (TIPD 105-106 pp.).
¿Qué ve el poeta en el espejo cuando se mira? Probablemente la página en blanco que “una/ vez llena es papel usado poeta” (TIPD p. 76). Todo perece, incluso la poesía: “el sol te toma samaquea tu/ cabeza con cuernos cachetea tu nariz/ marrón que suda la gota gorda te seca/ la cara tú sonríes lengua de/ vaca que da vida dices que da calor que/ da lo que da que da vértigo me oxida/ me mata me hace dos/ TIERRA oiga/ TIERRA mire” (Id). El precio a pagar por ese viaje hacia la noche no es otro que la muerte; pero el individuo se rebela, se queja por primera vez, reclama: Tierra oiga, Tierra mire lo que me ha hecho, pareciera decir Hermoza. Más tarde confesará: “siento que nada comencé creo/ siento que no acabaré nada/ tan tristemente inútil amigo/ he salido contigo a caminar/ por el boulevard del día soñado/ para lucir mi mal por el barrio/ que imagino he imaginado/ e imaginé tan igual así de distinto/ me trajo aquí y me bota/ como si fuera la última vez/ como si fuera la primera” (TIPD p. 112).
En el último tomo de La trilogía del signo vemos la emergencia de la inutilidad, el drama del poeta que no tiene cabida en este mundo, la constatación del vacío. Su horizonte siempre está más allá, pero esta vez se ha quedado solo: “crecí en verdad como prometieron/ empequeñecí de los cuatro lados/ voy a cambiar de país de nuevo/ o tal vez simplemente vuelva/ ¿a dónde ya? ¿a dodónde?” (TIPD p. 122).
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Eros y Tánatos. Búsqueda afanosa de lo que se sabe imposible desde el principio. Llevar la contra, irse igual. Hacer chistar los dedos para incendiar la isla completa, con uno mismo dentro. Sumergirse en el agua hasta perderlo todo: la casa, los amigos, la mujer, la fama, el dinero, la memoria. No hay retorno en el viaje hacia la poesía, y LM Hermoza lo sabe, nos lo refriega en la cara hasta el hartazgo. La única patria es el viaje, la única amante es la poesía. La trilogía del signo es eso que todo poeta persigue: es la creación de una poética,
el trazo de un mapa, el despliegue de un territorio único, la puesta en marcha de una Voz; es, ante todo, la emergencia de un cuerpo, con ojos y manos que probablemente busquen, incansablemente, nuevos y otros horizontes para naufragar.
Valentina Marchant
Poemas de la Trilogía del signo han aparecido en:
- Marcapiel (México, 2019)
- De un silencio ajeno (Perú, 2017)
- Ginebra Magnolia (Perú, 2017)
- Vientos migradores II Latinoamérica expatriada (Colombia, 2016)
- Revista Buriñón (Venezuela, 2013) [PDF]
- Papalotzi n° 27 (México, 2013)
- Consulta previa (Perú, 2013) [No disponible]
- Ventana latina (UK, 2011) [PDF]
- La Fanzine (España, 2011)