Narrativa

LM Hermoza - La madre rata
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La infancia puede ser tan horrenda como hermosa, tan perversa como ingenua. Un niño puede ser una criatura indefensa o una bestia peligrosa. Puede dejarse arrastrar por sus emociones, ceder a sus instintos, provocar el desastre. Y eso es lo que aquí ocurre: esta banda de ratas, púberes estudiantes de un colegio religioso, avanza, paso a paso, error tras error, hacia su propia destrucción. Esta es la historia de una pandilla que, entre profesores psicópatas, padres de familia incompetentes, ídolos de yeso y una ciudad sumergida en la perpetua sombra, desatan amor y violencia irracionales. Pero, ¿qué hay de racional en un niño? Con hartas dosis de humor negro, Hermoza pretende responder a esta pregunta. (Texto de contraportada, 2da edición).

Como tantas otras veces, nos habíamos juntado a comentar nuestros textos; y él se aparecía por primera vez. Era un taller de cuentos; y él presentó un poema. Todos argüían, opinaban con mesura, y él, sin abrir la boca, quemaba cada texto con un Zippo. Ahora no tiene pelo. Y escribe novelas. Pero no han mermado sus ganas de joder. Su rebeldía. Su insolencia. Y este libro, sin dudar, debería incinerarse: por asqueroso, por procaz y degenerado; por incluir a pobres niños en escenas tan horrendas. Aunque igual será difícil que olvidemos a esta panda, casi banda, de fogosos imberbes. (Leonardo Aguirre, texto de la contraportada de la 1era edición)

La madre rata fue 2° lugar del Premio Nacional de Novela
Federico Villarreal 2008 (Lima, Perú) y finalista del Premio Quéleer-Volkswagen 2008 (Barcelona, España).

No obstante, después de buscarle editor por años, opté, 10 años después de la finalización de su primera versión, autopublicarla por Amazon. Es la versión disponible en esta web.

Sucia, a la vez idealista; cruda e insurgente.
- Regina Khayum
Una buena cachetada a la sociedad, una patada en el culo a la hipocresía.
- Miguel Rodríguez Liñán
Una novela publicada contra su época.
- Fernando García Moggia
Inquietante, inteligente y perturbador. Una pandilla de niños camino a la perdición; y todo escrito con una prosa poderosa.
- Juan Luis Godoy
La madre rata renueva el consabido género de la novela de aprendizaje.
- Françoise Aubès

Lee un fragmento de La madre rata >

[ESP.]
El año 2013, me pidieron un fragmento para ser traducido en el proyecto Lectures d'ailleurs - pour une anthologie vivante de la littérature, dirigido por Caroline Lepage, entonces en la Universidad de Poitiers, actualmente en la Universidad de Nanterre. El fragmento en cuestión apareció en la publicación en pdf Lectures du Pérou 2. Este fragmento, al estar disponible ya digitalmente, lo comparto a continuación con su versión original en español. Atención: el fragmento fue proporcionado el 2013 y ha sufrido algunas modificaciones en el proceso de trabajo y corrección que el manuscrito padeció hasta la versión del 2018. Es la razón por la cual las versiones que pongo a disposición en español (2018) y en francés (2013) tiene algunas diferencias.

[FRA.]
En 2013, j'ai été sollicitée pour proposer un extrait à traduire pour le projet Lectures d'ailleurs - pour une anthologie vivante de la littérature, dirigé par Caroline Lepage, alors à l'université de Poitiers, aujourd'hui à l'université de Nanterre. L'extrait en question est paru dans la publication pdf Lectures du Pérou 2. Cet extrait étant désormais disponible en version numérique, je le partage ci-dessous avec la version française. Attention : l'extrait a été fourni en 2013 et a subi quelques modifications dans le processus de travail et de correction qu'a connu le manuscrit jusqu'à la version 2018. C'est la raison pour laquelle les versions que je mets à disposition en espagnol (2018) et en français (2013) présentent quelques différences.

En español


***


Mamey conocía su dirección. La conocía por haberla seguido unas cuantas veces después de clases y, como nos lo confesó a su debido momento, también por haberla acompañado en alguna ocasión hasta las inmediaciones de su casa. Ella, con un par de mentiras, había logrado deshacerse de sus amigas y fue a encontrarlo en una esquina cercana al colegio. Caminaron juntos sin hablar demasiado, más bien poco, cosa que podría haber inquietado a cualquier otro, pero no a él, a quien embargaba una especie de emoción inédita, desconocida, indefinible, que identificó luego, vagamente, con la felicidad. Sin embargo, aquella noche, después de habernos abandonado, a nosotros, en plena borrachera, todo era distinto porque ella no lo acompañaba: él caminaba solo. El viento y la garúa, lo distraían de su borrachera e intentaban despertarlo para traerlo a tierra, pero solo conseguían refrescar sus recuerdos. Mamey caminaba y se repetía a sí mismo cada cosa que le dijo aquella tarde a su amada, pero más aún cada cosa que no se atrevió a decir. Se trataba de la primera vez que acompañaba a una niña a cualquier parte, se trataba de la primera vez que sentía esa clase de cosas. Demasiadas sensaciones para actuar correctamente, para reaccionar de la mejor manera, rápido, con audacia, como estaba acostumbrado. Se disculpaba a sí mismo, pero volvía a condenarse. A cada paso que daba, reflexionaba, hablaba para adentro, donde el alcohol corría. Por afuera, no lo disimulaba. Mamey estaba borracho, caminaba en zigzag, tambaleándose de un lado a otro de la vereda. Los escasos transeúntes con los que se cruzaba a esa hora lo suponían perdido. Se equivocaban: él tenía claro a dónde quería llegar.

Cuando Mamey nos dejó de improviso, nadie dijo nada. Nadie preguntó por qué, por qué nos dejaba si todavía sobraba trago en la congeladora de Corradi. Se había levantado después de rumiar unas cuantas palabras que ninguno entendió ni quiso descifrar. Luego cruzó la puerta como un alma en pena, antes de cerrarla de un golpe. Los que quedábamos con conciencia seguimos cantando. Los otros yacían boca arriba o boca abajo en la escalera, sobre la mesa, las sillas, en los pasadizos, sobre la alfombra. Uno dormía con la cabeza enterrada en uno de los baldes donde se acumulaban los vómitos de todos los presentes. Era nuestro tercer fin de semana consecutivo después del último día de clases que nos reuníamos para beber, chupar, emborracharnos como viejos vikingos. No había tiempo para decepciones amorosas ni pensamientos sombríos, para ese tipo de estupideces estaba el baño. Si no lo podías evitar, frente al espejo, te lo confesabas de nuevo todo después de tirar de la cadena o luego de enjuagarte el vómito con gárgaras. Allí, encerrado, podías llorar si querías, lamentarte, mirarte los ojos rojos por varios minutos, porque delante del resto era impensable, no, imposible, ni hablar, ¿estás loco? ¡Qué vergüenza! Tal vez por eso Mamey se puso de pie y se marchó sin dar explicaciones, como un troglodita. Nosotros lo dejamos ir. No lo detuvimos. De hecho, ni le dimos importancia. Nos abandonó en pleno estribillo de una canción de Pie Izquierdo que gritábamos a voz en cuello:


Colegio de grandes puertas
No volveré a verte más
Mis historias en tu patio están muertas
No me diste nada más
oh oh oh!
No me diste nada más



No recuerdo su nombre. Y puede que no interese. Mamey la vio no sé cuándo y eso lo volvió loco. Es lo único que importa. Nosotros estábamos en sexto y ella estaba en tercero de primaria. Era una niña. Tres años menor que nosotros. Tres años menos vieja. Tenía el rostro hermoso, tierno, piadoso, como lo tenemos todos a los nueve años. Recuerdo con claridad la luz de sus ojos y su cabello fino y castaño. Era delgada, más bien flaca, más bien flaquita, de hecho, plana. Nunca le miré el culo ni las tetas porque no tenía. Pero cuando pasaba por nuestro salón de clase, Mamey quedaba hecho polvo. Él sí le veía curvas y tetas pungentes. Así fue como se convirtió para mí en Mamey El Enloquecido.

Mamey la amó con su corazón de plata, ese corazón que todos pensaban inexistente, salvo nosotros. Relación prohibida entre sexto y tercero de primaria, grotesca e inconcebible. Nadie sospechaba, nadie de entre los nadie, que cuando Mamey se apoyaba en la baranda de la segunda planta, que mientras sus compañeros mirábamos los culos de las chicas de nuestro salón o de las profesoras, él seguía con la mirada muda los pasos de aquella criatura emplumada que por las noches se le presentaba debajo de su cama, le sujetaba de los talones, no lo dejaba dormir. No recuerdo su nombre, pero a ella no la olvidé. Era una niña muy niña con cara de niña y cuerpo de niña, con una estatura que delataba sus primeros pasos hacia la pubertad. Sus zapatillas blancas y largas cuando venía en ropa de deporte insinuaban unos pies grandes, rosados y huesudos, con unos talones suaves y delicados, como suaves y delicados son los talones de todos a los nueve años. Mamey El Enloquecido la miraba. Y de mirada en mirada la conquistó o logró, al menos, que ella reparase en ese bípedo camello vestido con uniforme escolar, que era él, que al principio, seguramente, con aquellos ojos tan insistentes como intrigantes, la distraía, la confundía, la aterrorizaba. La más pequeña, le dijo a Cherry una tarde y señaló con su dedo a un grupito de niñas de tercero. De entre todas las pequeñas, su emplumada. Ella miró la punta del dedo de Mamey a través de varios metros de distancia y, al darse cuenta de que ese chico de sexto la estaba señalando, sonrió ligeramente y un sentimiento de satisfacción la embriagó. Asustada, recuperó el aliento y continuó la conversación que había dejado a medias con sus amigas. Así fue como Cherry supo, primero que todos, que a Mamey le gustaba la niña, que la quería, la amaba, se la quería follar: la más chiquilla de todas las chiquillas que pudiese imaginar cualquiera de nosotros como fantasía. El resto nos fuimos enterando poco a poco. La bola, en cierto momento, dejó de rodar, y el secreto se guardó. A partir de entonces, incorporamos a la chibola de cabellos finos y castaños a nuestro repertorio de mujeres deseadas. Sin embargo, solo a Mamey le estuvo permitido enamorarse de ella.

Un mes después de confesárnoslo todo, Mamey consiguió hablarle. Se le acercaba cuando la mayoría de gente andaba distraída: después de la formación o a la salida y sobre todo al iniciar o al finalizar el recreo. Todos corrían de un lado a otro, mientras él convertía las escaleras en su campo de acción. Allí la abordaba y ella se dejaba abordar. Salvo los cómplices, nadie o casi nadie se detenía para ver quién conversaba con quién en las escaleras. Alumnos y profesores saltaban de escalón en escalón, yendo y viniendo, subiendo y bajando. Ella dejaba ir a su grupo de pequeñas amigas unos metros y destinaba algunos minutos a Mamey, para ella Carlos, Carlos Hurtado Casagrande. Cuando por fin le preguntó su nombre completo, Mamey infló su pecho de orgullo y pronunció aquella combinación con sabor a fortuna y hacienda. Sus amigas esperaban varios escalones más abajo y nosotros observábamos todo desde arriba. Allí, en ese rincón de la escalera, enfocados por los dos grupos, ellos dos, que se sabían el centro de atención, conversaban un poco de sus días, de sus clases, y rajaban de los profesores para forzar una risa que debía convertirse en cotidiana. Allí, en ese rincón, Mamey terminó de consolidar su amor por la niña. Allí también ella se interesó mucho más por aquel chico de sexto. Pero luego recordaba a sus amigas, se disculpaba y se despedía de Carlos, bajaba los escalones para reunirse con ellas. Se marchaban juntas, un poco alborotadas, pero solo un poco, porque evitaban a toda costa verse como niñas.


Mamey El Enloquecido, siempre se portó como un caballero, nunca se insinuó más de lo debido y se satisfacía lo suficiente poniéndola nerviosa, haciéndola sonrojar con alguna que otra mirada de sus ojos de camello sediento. Era el más grande de todos. El más buena gente. El amigo fiel. El compañero en quien siempre podías confiar. El más viejo, porque había repetido un año, el más desaliñado, el que fumaba más y aguantaba más trago. El más pendenciero, con la risa más estrambótica. Su rostro guardaba la señal de la bestia: su perra una mañana se le lanzó con cólera cuando Mamey recuperó una pierna de pollo que esta le había arrebatado. La primera vez que vino a clases sin el parche, notamos la marca que aquellos colmillos dejaron. La agarró a zapatazos, nos confesó, y la dejó medio coja por varios días. Pero cuando meses después se le escapó de la casa y no volvió, lloró, seguro que lloró en privado, porque delante de todos nosotros apenas compuso una vaga mueca de tristeza. Todas las noches salía y la buscaba. Se introducía por las calles oscuras de Jesús María, y silbaba la cortísima melodía que él aseguraba reconocería si la oyese. Si la oyese, pero nunca la oyó. Y cada noche volvía caminando con su porte de camello, con su aparente perfil de camello si lo cogías con la luz adecuada, la sombra adecuada y con la dosis de alcohol adecuada. A nosotros se nos encogía el corazón entonces.

Demasiado para la niña. Demasiado para los padres de la niña que rechazaron de inmediato el permiso que la pequeña solicitaba. Ella aceptó primero lo que Mamey El Enloquecido, le propuso, casi como un reflejo que no se medita, porque no pudo meditar. Más tarde, dio unos cuantos saltos rodeada de sus amigas en el aula de clase cuando les contó lo que esa vez en la escalera Carlos le había preguntado. En la noche, en su casa, no sabía cómo decírselo a sus padres. La madre fue un poco más condescendiente, pero el padre se negó a la primera. La niña quiso llorar, la niña quería ir, se había imaginado con el vestido que tendría que comprarse, lo bonita que se vería con el peinado de adulta. La madre le arrancó al padre por lo menos la posibilidad de pensarlo y al día siguiente la recogieron los dos del colegio. Dentro del coche de lunas polarizadas, desde donde la familia se había camuflado para espiar, pudieron observar al chico aquel y conocerlo desde fuera. Mamey no lo supo, pero su pinta de facineroso y la de sus amigos en una esquina fumando como chicos malos consolidaron la negativa. La última vez que conversaron en la escalera, escuchó que no, que no iría con él a la fiesta de fin de año. Él también había soñado con ella, con el vestido que su amada se pondría, con la flor fresca que tendría que comprarle, y el traje todo lustroso que él iba a llevar: aquel gris reluciente que esperaba en la tienda del centro y que un par de tardes había pasado a comprobar si aún estaba. Pero, ¿por qué no? ¿Por qué ahora me dices que no? Ella no le contó los sermones ni los gritos ni las amenazas. No puedo, le dijo, y se fue mirando al suelo. Ahora le temía. Ahora estaba segura de que Carlos solo quería aprovecharse de ella. Ahora sabía que lo que decía tal y cual amiga era cierto. Lo confirmaron sus padres que hacen todo lo que hacen por amor, porque quieren lo mejor para sus hijos. Que esos chicos solo quieren sexo. Que solo quieren poseerte porque una virgen vale veinticinco veces más que una mujer usada. Magnífico descubrimiento a los ocho años, magnífico descubrimiento revelado por los padres. Por eso la gente viaja en busca de tesoros que otras ciudades ofrecen en sus subsuelos. Y algunos no vuelven jamás, se quedan perdidos en las redes de sus sueños. Pero aquello no tenía nada que ver con Mamey ni con nosotros, entonces solo se trataba de un camélido cerca de entrar a secundaria y de una niña que lo volvió loco. De eso, de haberlo enloquecido, de haberlo trastornado, la pequeña se ufanaría cuando ya con el cabello pintado y las tetas nuevas, recordaría con sus amigas del spa las más fuertes emociones de su, por de más, pálida niñez.



Mamey salió de la casa de Corradi, tirando la puerta de un golpe, interrumpiendo por breves segundos nuestra canción de Pie Izquierdo. Sin reflexionarlo, tomó una ruta ya trazada mucho antes de haberse reunido a chupar con nosotros, mucho antes de habernos saludado y enseñado los tragos robados –porque nadie se los iba a vender– que había traído como trofeo. Aplausos, aplausos. Te pasaste, Mamey, eres el mejor. Seguro que muchas veces había fantaseado con ir a verla, con tocar el timbre de su casa y decirle a su madre todo educado señora, buenos días, ¿se encuentra su hija? Desde luego, respondía la tía, pase nomás, joven, ¿qué le sirvo? Y Mamey con esa labia que dominaba todos los auditorios cuando se lo proponía conquistaría fácilmente a la señora. El padre sería un poco más reticente, como es lógico, pero al final terminaría cediendo. Luego de compartir una distendida y amena charla sobre fútbol, política y religión, bajaría ella, su emplumada, toda hermosa como era y los dejarían marcharse a conversar al parque que quedaba justo delante de su casa. Junto a los niños que corrían tras sus pelotas, junto a las niñas y las niñeras, él le preguntaría, entonces, qué había pasado, por qué había cambiado de actitud tan rotundamente hacia él, por qué los últimos días de clase ni la veía siquiera. ¿Me estás evitando? ¿Te he hecho algo malo? ¿Qué hay de malo en dejarse llevar por lo que sientes?… La forma como te comportaste al inicio conmigo me dio ilusiones, ¿sabes?, me hizo creer que también tú sentías algo por mí, parecía evidente y todos mis amigos me lo decían, me aseguraban que yo, que también yo te gustaba. No entendí tu reacción, no entendí nada. Y Eso me dolió mucho. De todo esto se quejaría Mamey, pero a continuación entendería sus tiernas razones, y la tranquilizaría luego, le diría que no se preocupase más bien, que tenía solo buenas intenciones para con ella, nada más que eso, buenas intenciones, que quería que fuese su novia de verdad, ¿no ves cómo he venido hasta acá para verte y presentarme ante tu familia? ¡Qué más prueba que ésa! Un chico que no tiene buenas intenciones nunca da la cara. Recuérdalo. Sí, diría ella con la cabeza apuntando al suelo, avergonzada.

Lejos ya de la casa de Corradi, Mamey por momentos volvía en sí y reconocía el viento frío, el ambiente húmedo como una cachetada en la cara entumecida por el alcohol. En medio de la nebulosa sobre la que vagaba, lograba ver con repentina claridad sus pies, sus zapatillas negras que avanzaban a paso chueco pero veloz por las veredas de Jesús María. Parecía perdido, pero no lo estaba. La ruta la tenía definida: caminar recto hasta la avenida San Felipe, luego doblar a la izquierda, luego a la derecha y caminar de frente hasta el parque. No se perdería. Borracho o no, no se perdería de ninguna manera. Aquella zona era casi como su segundo barrio, después de todo, vecino del suyo, y por más borracho que se encontrase sabría siempre cómo recuperar el camino.

Esa madrugada, por momentos, la niña se le aparecía y por tramos lo acompañaba; esta vez ella a él y no a la inversa. La noche se convertía en día y Mamey se reconfortaba. Ya no importaba que fueran las dos de la madrugada y que las calles estuvieran vacías, húmedas, desiertas, heladas, malolientes a pesar de todo eso. Solo se lamentaba de vez en cuando en voz alta. Caminaba en línea recta según él, pero en verdad lo hacía en zigzag, a veces en círculos, avanzaba, retrocedía, bamboleaba. Se arrepentía de no haber sido tan audaz, de no haberse atrevido a tomarla de la mano una de las tantas veces que tuvo la oportunidad de hacerlo, de levantar el brazo y abrazarla, de acercar su boca mientras, con su mirada hechicera, ella lo convertía en piedra. Entonces todo se jodía y dejaba de soñar. ¡Maldita sea! Volvía la noche. ¿Por qué fui tan huevón? ¿Por qué? vociferaba. ¡Soy un cojudo! ¡No merezco vivir! ¡Merezco pena de muerte!

A sus pies se extendía un amplio parque y al fondo se podía divisar una casa. Desde la acera, miró la fortaleza. Esa noche parecía aún más grande. De pie, oculto casualmente por los arbustos y árboles colocados años atrás sin un orden preciso, observó la propiedad y calculó sus oportunidades: la sólida puerta de madera tallada, la muralla de roca que la circundaba, el cerco eléctrico de seguridad, las ventanas de estilo gótico con cortinas blancas, la chimenea roja, el techo azul de dos aguas, los arqueros de las torres. Tras una de las siete ventanas dormía la pequeña. Escuchaba el zumbido los insectos. Oía cucarachas correteando entre las hojas. Un gato en la copa de un árbol maullaba como un bebé abortado, chillando desde el fondo de una memoria. Tuvo miedo y pensó en huir; pensó, pero no lo hizo. Habló consigo mismo: vamos, estúpido, vamos, tienes que hablar con ella, vamos, miserable, tienes que decirle que la amas. ¿Yo? Sí, tú, huevón, ¿quién más si no? Esta ta bien, ve tú. Vamos, vamos juntos. Dio el primer paso que fue un pésimo paso: se dobló, cayó de rodillas. Borracho como estaba, no sintió dolor, solo un peso que le fijaba las manos al suelo. Así de rodillas, entrevió una botella de vidrio inusualmente larga, clavada de pico entre la maleza. Despegó la mano y palpó el artilugio. Eso era una botella. Recuperó las fuerzas y el valor. La extrajo de la tierra sorprendido y se incorporó. Empuñando la botella como una espada, corrió hacia la fortaleza lanzando un grito que más bien era un gruñido visceral. Esquivando las flechas, las piedras, las lanzas, cruzó la pista inundada por la lluvia, tanto que los mojones flotaban, navegaban, serpenteaban como cocodrilos. Se estrelló contra la puerta convencido, entonando su grito de guerra, a la vez que la espada se hacía añicos en sus manos al contacto con la madera. ¡Vamos, basura, vamos, vamos a decirle que la amas, que la amas, mierda, que la amas, conchetumare! Estampado, colgado de los relieves, parecía la parte viva de la puerta; y así comenzó a restregar la cara, las rodillas, el estómago contra los dragones, sirenas y grifos esculpidos: ¡ANDREA, TE AMO! ¡TE AMO! ¡ÁBREME, RECONCHADETUMADRE!

Habernos avisado, Mamey. Hubiéramos estado allí contigo para aconsejarte, no, Mamey, no hagas cojudeces, para darte valor después, ya qué chucha, Mamey, dale con todo, pisa fondo, y hacerte la guardia por si acaso las cosas se te pusieran feas, como efectivamente pasó. Hubiéramos estado allí contigo para gritar todos juntos de modo que toda la puta manzana nos oyese, todos, incluso ella y sus padres de mierda que te rompieron el corazón. Todos hubiéramos gritado contigo: ¡ANDREA, MAMEY TE AMA, PUTA MADRE! ¡ANDREA, MALPARIDA, VEN Y SALVA A NUESTRO AMIGO! ¡ANDREA, NINFA DEL DEMONIO, MUÉRETE! ¡MALDITA TÚ Y TODA TU DESCENDENCIA SI NO PROVIENE DE MAMEY! Nadie hubiera impedido entonces tu amor, nadie con nosotros al lado como guardaespaldas. Pero tú solo, tú solo ahí frente a la muralla, los arqueros, los cocodrilos, tú solo gritando ¡ANDREA, TE AMO, PUTA MADRE!, en vano porque nadie te abrió, ¿qué podías hacer? Te pegaron, Mamey, te sacaron la entreputa esa noche. Pero no fueron ellos, es decir, los padres, más bien otros, bien bacanes, que se alucinaban serenos, guachimanes, ronderos, que pasaban por allí y te vieron haciendo escándalo. Buscaban algo de emoción y la encontraron contigo.

Nadie abrió la puerta, Mamey, nadie salió a decirte ¿qué pasa, señor, a quién busca? ¿Qué se le ofrece a estas horas? Los viejos seguro escuchaban. La pequeña seguro escuchaba. Todo el puto barrio seguro escuchaba. ¡POR LA PUTA MADRE, ANDREA, ÁBREMEEEEEE! Nadie encendió ni una miserable bombilla. Fijo que adentro la chibola lloraba y su viejo le gritaba, bajito, necedades: ¿Ya ves? ¡Te dije que no te metieras con ese delincuente! Y con la mano abierta la amenazaba con voltearle la cara mientras la vieja lo sujetaba del brazo, de la barriga, al viejo guatón que nunca asomaría la cabeza, que hacía su escándalo con la luz apagada y a media voz. ¡Chiquillo de mierda, deja dormir a la gente!, gritaron ese par que pasaban. Lo más probable es que ni siquiera viviesen en ese barrio, que iban camino a alguna fiesta o regresaban a su casa que quedaba como a diez kilómetros de distancia. Pero eran dos y mayores. Y tú estabas solo y encima borracho. Y tenías trece años, aunque parecías de catorce. Y además hacías malcriadeces. Ellos te quisieron enseñar que eso no se hace, que no se debe joder el sueño de la gente por las puras, que no se debe golpear las puertas de las casas ajenas sin razón, que gritar malas palabras no es de buena educación. ¡Calla, malnacido!, le gritaste tú. ¿Qué cosa? ¿Qué has dicho? ¿Qué has dicho, mocoso de mierda? ¡Ven, conchetumadre, para que aprendas a respetar a la gente! No tuviste miedo, Mamey, te despegaste de la puerta y te lanzaste hacia ellos, pensabas que tu amor te miraba, que seguía tus movimientos detrás de sus cortinas y querías demostrarle que no eras ningún maricón. Te lanzaste y le tiraste un buen golpe al más belicoso, que estaba un paso más adelante, pero el otro te aplicó un puñetazo, dos puñetazos bien dados, y entre ambos te dieron como a saco de boxeo.

Cuando te vieron inerte en el suelo, se detuvieron. Tú, mareado, con todo el trago que guardaba tu estómago removido, fuiste presa de las arcadas. Mocoso patético, te dijo uno, y los dos se rieron de ti, te cogieron de piernas y brazos y te arrojaron al pasto. Entonces, por fin te vino el vómito y botaste el contenido que guardaban tus entrañas desde hacía meses, mientras tus enemigos se marchaban entre carcajadas. Luego te arrastraste lentamente hasta unos arbustos donde pretendiste ocultar tu vergüenza. Y no te levantaste. La fuerza te abandonó y te quedaste boca arriba, con los brazos extendidos, apuntando la nariz al cielo negro pero no mirando nada. Viendo la luna borrosa girar como giraba tu cabeza y las estrellas que parecían cualquier cosa menos lo que eran.



–Me desperté.

Todos lo rodeábamos y escuchábamos bien atentos. Mamey bebió un sorbo de trago que consistía en una mezcla de ron con coca-cola y limón, un cuba libre tan simple como mal hecho.

–No sé cuánto tiempo habría pasado, pero seguro que no fue mucho, media hora, una hora tal vez, aún era de noche, bien de noche.

Nos habíamos reunido una semana después, curiosos por los rumores que habían circulado: le habían sacado la mierda, decían, y ninguno lo podía creer. Cada cual creó su propia historia con la escasa información que había corrido de boca en boca. Sin embargo, esa noche nos reunió alrededor suyo para que lo escucháramos todo de los labios del protagonista, o sea él, quien prometió no obviar ni un solo detalle.


–No había nadie cuando abrí los ojos, estaba solo, boca arriba, no se escuchaba nada. Nada de nada. O sea nada. Ni mierda, cero, nulo.
–O sea, ¿no pasó nada?
–No, bueno, mas o menos. Me levante del pasto y… resulta… me pareció… me di cuenta. Ya saben, pues, o sea, como fierro.
–¿Qué fierro? ¿Te sacaron fierro? ¿Te amenazaron con pistola? ¿Esos miserables estaban armados?
–No seas huevas, pues. Lo habrán agarrado a fierrazos nomás. ¿Si o no, Mamey?
–Mi fierro. Hablo de mi fierro.
–¡Ah! Tenías un fierro. ¿Los correteaste a fierrazos? Está bien, Mamey. Bien hecho.
–No, imbéciles, la tenía fierro, como fierro, duraza, como piedra, tiesa, ¿no entienden?
– ...
–Estás loco, Mamey.
–¿Qué ha dicho?
–Puta, Mamey, no jodas. ¿Intentas decirnos que te pegaron, te dejaron medio muerto, te cagaste, te dormiste y despertaste con la verga dura?
–¡Por mi madrecita! ¡Lo juro! Y no solo dura: DU-RA-ZA.

Mamey respiraba hondo y agitado. Sonreía, pero su mueca no era sincera. Se llevó el vaso a la boca sin darse cuenta de que estaba vacío.

Se lo llenamos.

–No sé qué demonios habría soñado, no sé, no puedo recordarlo, lo he intentado pero no he podido... al despertar estaba muy arrecho, mucho... ¡Quería follar! La tenía dura... Recontra dura, superdura, como cuando se te pone bien dura, o sea, recontramegarchidura, pues… y grandaza…
–¡Ya para, Mamey, no seas imbécil! Todos sabemos cómo se nos pone dura cuándo está dura.
–¿Tan dura?
–Y no se me bajaba... Lo que pasa es que vi su ventana, sus cortinas. Sabía que dormía, sabía que estaba en la cama de trás de esas ventanas y esas cortinas. Y me imaginé, pues, en su cuarto, de pie, al lado de ella, mirándola. Les juro que me acerqué, me armé de valor y me acerqué más y retiré sus edredones, sus sábanas de franela… Y debajo… Ella, locos, estaba ella toda rica, con baby-doll negro, carajo, con medias y porta-ligas, tacones, todo tenía, todo, menos brasier, y para colmo, apretaba su almohadita entre las piernas; súper lindo, hermano… ¿Cómo no tenerla duraza frente a eso pues? ¿Entienden? ¿Me entienden?... ¿Qué van a entender? No saben NADA de la vida, NI MIERDA.

Tal vez algunos sabían o tenían experiencia, la mayoría probablemente no, pero lo cierto es que todos los que lo rodeabamos en ese momento, por el motivo que fuera, guardábamos un silencio angustiado.

–Me arrodillé y allí, de rodillas mirando su ventana, me desabroché, me desabroché el pantalón, me abrí el cierre, y me bajé el calzoncillo; y pues, ahí, ahí nomás…
–¿Mamey?
–No jodas, Mamey.
–Ahí nomás qué, Mamey.
–¿Qué hiciste, huevón? No cuentes esa mierda.
–Sí, Mamey, detente.
–NO.
–¡Para!
– ¡Ahí nomás, pues, me la corrí! Yo, YO-ME-LA-CORRÍ-AHÍ-NOMÁS.
–NOOOOOOO.

Mamey enterró su cara en el vaso a medio llenar, mientras nosotros permanecimos largo rato en silencio. Ya nadie ponía en duda nada de lo que nos había contado; de hecho, nos pareció todo verosímil. Lo embargaba la vergüenza, lo embargaba la tristeza, cabizbajo agitaba el trago en círculos, absorto se concentraba en los remolinos. Cuando por fin levantó el rostro sudaba a chorros y sus ojos llorosos resplandecían en la cara enrojecida. Bebió lo que quedaba en el vaso y, dudando, luego de posar su mirada en cada uno de nosotros, una mirada de mierda que lo decía todo, habló:

–Sentí rico, como si me la hubiera follado.

Uno rió primero y el resto nos desatamos en carcajadas. Todos, luego, comenzamos a burlarnos. ¡Estás loco, huevón! ¡Quemaste el cerebro, Mamey, quemaste! Y no paramos en varios minutos. Uno se agarraba la barriga. Otro se golpeaba la frente. Uno más golpeaba el piso con el puño. Valerio le metió un golpe en la nuca mientras no dejaba de reír. Carlomagno zamaqueaba de los pelos a Chuky, mientras este trataba de zafarse risueño. Mamey quiso llorar, pero nuestras risas lo detuvieron. ¡Sírvele más trago para que se deje de estupideces!, dijo Cherry, ¡este huevón lo que necesita es chupar! Era cierto: para eso estamos los amigos, para evitar que los hermanos lloren por lo que no merece la pena.

Mamey, sé que sufriste mucho, que querías desahogarte con alguien y nos elegiste a nosotros. ¿A quién si no tenías a nadie más? Sé que sentiste un vacío, tu primer gran vacío, tu primer dolor, el que más jode, el más inexplicable, incomprensible, nuevo, que se carga por dentro y no se puede exhibir, por eso se recuerda. Y si no lo recordabas, si por alguna razón lo borraste de tu memoria, yo te lo traigo, Mamey, porque sé que leerás este libro. Te traigo ese dolor, porque sé que con él te acordarás de nosotros y de aquellos momento que compartimos en la pubertad tan llena de nada pero repleta de todo.

Aquel sábado nos reímos, aunque no tanto. Tu relato, pero sobretodo tu cara, nos hizo comprender que debíamos, a pesar de todo, respetar tu desconsuelo. La semana siguiente todo sería distinto. Te fastidiamos harto con eso. Y tú aguantaste, como debe ser. Para todos fuiste el loco del parque, el pervertido de la selva, el pajero del bosque, el enfermo del matorral, y cualquier cosa parecida que se nos ocurriese. Te pusimos decenas de apodos inspirados en tu historia. Todos, incluido yo. Eras para nosotros de los que huelen hierba y se le pone dura, duraza, recontramegarchidura. Te traíamos hojas frescas de geranios, de helechos, de amapolas, de pasto, hasta cáscaras de tuna y te las tirábamos en la cara, para que te entren ganas según nosotros, y no te dejábamos nunca en paz. Utilizábamos tu historia para reírnos. Pero no me refiero a la de la niña, a la que parece que todos olvidamos rápido, incluso tú. Me refiero específicamente a la paja, a la paja brutal, aquella frente a su casa, en la que fecundaste las hojas de los arbustos que la vieron crecer, el pasto que pisaba o donde descansaba el culo al sentarse. Para mí, Mamey, más que un motivo fácil para joderte o callarte la boca si te metías conmigo, para mí, tu confesión, tu relato hizo que pasases de ser Mamey El Enloquecido a convertirte en Mamey El Puto Rey Enloquecido, el que merecía mis respetos y mi admiración, el puto rey capaz de aventurarse en los terrenos sinuosos y enigmáticos de las niñas, gritando sus nombres que roban el corazón por los parques y jardines vallados a las dos o tres de la mañana, el único capaz de tocar las puertas de sus cuevas y exigir su presencia, circundar paso a paso el árbol de las naranjas que ellas mismas guardan, descuidan y guardan, al que solo tienen acceso los semi-dioses y por el que tanto mortal se condena.



En francés
Lectures du Pérou

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Lectures pu Perou 2

Recueil de nouvelles d'auteurs péruviens

Lectures dailleurs
— pour une anthologie vivante de la littérature hispanophone du XXIe siecle


Projet de collection et de traduction dirigé par Caroline Lepage, Professeur des universités (Poitiers).

Volume dirigé par Caroline Lepage et Héléne Roy, Maitre de conférences (Poitiers)

Traduction de l'espagnol (Pérou) Julie Sanchez et Manon Tressol.

Extrait de la version 2013 du roman.


***


Il savait où elle habitait. Il le savait pour I'avoir suivie plusieurs fois après les cours et, bien qu'il ne nous l'ait jamais avoué, pour l'avoir également accompagnée un jour quasiment jusqu’à chez elle. Avec quelques mensonges, elle avait réussi à se débarrasser de ses sœurs et courut le retrouver dans un coin tranquille proche du collège. Ils marchèrent ensemble sans trop parler, assez peu en fait —de quoi inquiéter n’importe qui, sauf lui qui, sous l'emprise d'une émotion inédite, ne parvenait pas à agir normalement. Au petit matin, toutefois, tout était différent. Le vent et la bruine dissipaient son ivresse et tentaient de le réveiller afin qu'il redescende sur terre. En vain. Mamey marchait en se remémorant cette fameuse après-midi, ce qu'il avait fait et ce qu'il avait dit, mais plus encore ce qu'il n'avait pas fait et pas dit. C'était la première fois qu'il accompagnait une fille quelque part, c'était la première fois qu'il ressentait ce genre de choses. Trop de sensations pour agir correctement, pour réagir de la meilleure façon, rapidement, comme à son habitude. Tantôt il s'excusait, tantôt il se blamait lui-même. À chaque pas, il réfléchissait, se parlait en son for intérieur, là où l'alcool coulait. Au-dehors, il ne cherchait pas à le cacher, Mamey était soûl, il marchait en zigzag, chancelant d'un côté à l'autre du trottoir. Les rares passants qu'il croisait à cette heure-là pouvaient très bien s'imaginer qu'il était perdu. Or, ils se trompaient. II savait exactement où il voulait aller.

Lorsque Mamey nous avait laissés, sans crier gare, personne ne s'était posé de questions. Il s'était levé aprés avoir marmonné quelques mots que personne n’avait entendus ni essayé de déchiffrer, puis il avait passé la porte comme une âme en peine. Ceux d’entre nous qui n'avaient pas complètement la tête a l'envers avaient continué à chanter. Les autres gisaient sur le dos ou sur le ventre, dispersés ici et la dans la pièce, à côté de seaux contenant déjà le vomi de deux ou trois personnes. Depuis le dernier jour de cours, c'était le troisiéme week-end d'affilée que nous nous réunissions chez l'un d'entre nous. Nous buvions beaucoup d’alcool et nous nous moquions les uns des autres. Pas de temps pour les stupidités, les déceptions amoureuses ou les réflexions profondes. Ou alors au besoin dans la salle de bains, devant le miroir si on ne pouvait pas se retenir après avoir tiré la chasse ou après s'étre rincé le vomi en faisant des gargarismes.

Là, enfermé, on pouvait pleurer si on voulait, se lamenter, regarder ses yeux rouges plusieurs minutes, tandis que face au reste du monde rien, face à eux, c’est-à-dire nous, notre état changeait comme par magie, en un claquement de doigts ou après un abracadabra. C'est peut-être pour cela que Mamey s'était levé et était parti sans donner d'explications. Même s'il ne nous avait pas demandé la permission, nous l'avions laissé partir en plein refrain de Con Dios y Con el Diablo, que nous chantions à tue-tête.

Collège aux grandes portes
Je ne te reverrai plus
Mes histoires dans ta cour sont mortes
Tu ne m’as rien donné de plus
Oh oh ohoh!
Tu ne m’as rien donné de plus

Après être parti, Mamey avait suivi sa voie ; cela dit, il l'avait probablement fait avant même de se rendre à notre lieu de rendez-vous. En d'autres termes, il l'avait imaginée avant, bien avant de nous avoir tous salués et montré les verres* volés qu'il avait rapportés comme si c'étaient des trophées, parce qu'évidemment, personne ne les lui aurait vendus. Bravo, bravo. Tu t'es surpassé, Mamey. T'es le meilleur. Ca, sûr qu'il le savait déjà. Sûr qu'il se doutait de ce qu'il allait faire cette nuit-là. Et même s'il n'en avait pas la certitude absolue, il avait probablement au moins envisagé cette possibilité d'aller la voir, sa copine, pas cette nuit précisément, mais un jour, de sonner à sa porte et de dire très poliment à sa mère : Madame, bonjour, votre fille est-elle ici ? Illico, la nana, elle répondrait : entrez, jeune homme. Et Mamey, qui captivait tous les auditoires grâce a son bagou, n'aurait évidemment aucun mal a la convaincre. Le père serait un peu plus réticent, bien sûr, mais il finirait par céder. Après avoir passé un moment agréable et détendu a parler football, politique et de toutes sortes d'autres choses, elle, sa diablesse, descendrait, toujours aussi belle, et ils les autoriseraient à faire un tour dans le parc, juste devant la maison. À côté des petits garçons qui courraient après leurs ballons, des fillettes et de leurs nourrices, elle lui expliquerait pourquoi elle avait changé d'attitude à son égard aussi brutalement, pourquoi il ne l'avait quasiment pas vue les derniers jours de cours, pourquoi il avait même l'impression qu'elle l'évitait, comme s'il lui avait fait quelque chose de mal. Ca m'a fait beaucoup souffrir, dirait Mamey, tout en comprenant que ses raisons étaient motivées par la tendresse, puis il la rassurerait, il lui dirait même de ne pas s'inquiéter, qu'il n'avait à son égard que de bonnes intentions, rien d'autre, qu'il voulait simplement qu'elle soit sa petite amie pour de vrai : Tu ne vois pas que je suis venu jusqu'ici pour toi et pour me présenter à ta famille? Y a-t-il meilleure preuve ? Non, admettrait-elle, tête baissée, l'air gêné. Un garçon qui a de bonnes intentions, poursuivrait-il, ne se dérobe jamais. Ne l'oublie pas. Qu'y a-t-il de mal à se laisser porter par ce que l'on ressent ? Ton attitude avec moi, au début, m'a fait penser que toi aussi, tu ressentais quelque chose. C'était même évident et tous mes amis me le disaient, que tu étais attachée à moi autant que moi, je le suis à toi. Comme je n'ai pas pigé ta réaction, je n'ai rien compris du tout.


Toutefois, par moments, la nuit s'intensifiait encore autour de Mamey et frappait son visage endormi par l'alcool, qui lui coulait sous la peau. De sorte qu'il sentait le froid et l'humidité de l'aube ; de sorte que dans le flou ou il errait, il parvenait à apercevoir avec une clarté inattendue ses pieds, ses tennis noires qui avançaient d'un pas chancelant mais rapide sur les trottoirs encore plus irréguliers de Santos Reyes et ensuite, à mesure qu'il progressait, de Jesús María. Son esprit n'avait pas perdu le nord. Av. San Mateo, tout droit jusqu'à Jr. Calvario, puis à droite, continuer jusqu'au bout, traverser toutes les rues sur son chemin, prendre la deuxième à gauche, après l'Av. Martires de la Resistencia. Après, ce n'était plus très clair, mais sûr qu'en arrivant, il saurait quelle direction choisir. Il ne se perdrait pas. Après tout, cette zone était presque son deuxième quartier, celui voisin du sien, et quel que soit son degré d'ivresse, il saurait toujours a peu près vers ou se diriger pour retrouver un endroit plus familier. À peu près là où se trouvaient le nord ou l'ouest.


Ce matin-là, elle se montrait parfois, elle venait et l'accompagnait de loin en loin, elle, et non l'inverse. Tout reprenait vie et Mamey se rassurait. Peu importait que la rue soit seule à deux heures du matin, comme lorsqu'elle est tellement déserte qu'elle rend triste, tellement brillante grâce a l'humidité nocturne. Il ne se lamentait que de temps en temps, à voix haute, tandis qu'il continuait à avancer en zigzag ; retrouvant tant bien que mal la raison, il comprenait qu'il lui restait maintenant moins de chemin à parcourir pour atteindre sa destination, plus que trois pâtés de maisons, puis à gauche. II se lamentait d’avoir eu aussi peur, d’avoir été incapable de lui prendre la main l'une des nombreuses fois où il en avait eu l'occasion, de lever le bras et de faire semblant de l'enlacer, pour voir sa réaction et savoir ainsi s'il devait poursuivre ou arrêter, poursuivre jusqu'à lui caresser le visage ou l'oreille, jusqu'à caresser ses lèvres et l'embrasser... Alors ça le mettait au fond du trou et il arrêtait de rêver. « Tout a foiré là! », vociférait-il. Putain ! Et il pointait son index vers le sol comme s'il voulait l'y clouer. C'est l'a que tout a foiré !


Arrivé en face de la maison, de l'autre côté du parc, il la regarda de loin. Elle était grande, mais cette nuit-là, elle paraissait immense. Debout, caché sans l'avoir cherché par les arbustes et les arbres plantés des années auparavant sans ordre précis, il l'observa quelques minutes. La porte en bois sculpté. La façade en pierre qui séparait la maison de la rue. La clôture électrique qui la protégeait sur le dessus du mur. Les fenêtres avec des rideaux qui, plus haut, s'exhibaient comme des vitrines interdites au regard. C'est là qu'elle dormait ; elle dormait derrière l'une de ces fenêtres. Ses oreilles entendaient des rumeurs qui bourdonnaient. Lorsque, soudain, le courage lui fit défaut, il fut sur le point de partir, puis se ravisa. Il se parlait à lui-même, mais à voix haute. Allez, pauvre con, allez. Tu dois lui parler. Il se disait : tu dois lui avouer que tu l'aimes. Il parlait. Et, après avoir douté une fois de plus, il fit le premier pas — un pas de travers —, et tomba à genoux. Mais il se releva et retrouva l'équilibre. Traçant une ligne sinueuse, il traversa le parc, sautant pardessus les bancs, ignorant les panneaux d'interdiction de marcher sur la pelouse — seuls les ânes vont sur l'herbe ! — et se disant pour lui-même, à voix haute : allez, pauvre con, allez, tu dois lui avouer que tu l'aimes. En quittant la pelouse et en sautant sur le trottoir, il glissa, cette fois pour de bon ; la rosée, le ciment partiellement humide... enfin bref, ce qui se trouvait là, conspira à lui laisser une cicatrice de plus sur le corps, en l'occurrence sur le tibia. Mais il ne sentit pas la douleur. II se redressa une fois de plus, presque immédiatement, essayant de dissimuler sa chute, parce qu'il s'imaginait qu'elle l'observait derrière son rideau. Il traversa et s'élança vers la porte, déterminé, entonnant son cri de guerre. Allez, pauvre con, allez! Tu dois lui avouer que tu l'aimes, que tu l'aimes, que tu l'aiiimes ! s'époumona-t-il. Et à présent devant la porte en bois, avec ses poings, ses genoux et sa tête, il commença à cogner dessus, s'égratignant contre ses aspérités, contre ses motifs animaliers sculptés, et il brailla de toutes ses forces : Andreaaaaaa, je t'aime, putainnn ! Je t'aaiiiime ! — Trois fois de suite.


Si tu nous avais prévenus, Mamey, nous aurions été là avec toi, d'une part pour te faire reconsidérer la question, d'autre part pour te donner du courage et pour monter la garde au cas ou, cette fois, les choses tourneraient mal pour toi. Nous aurions été là avec toi pour crier, ensemble, de façon a ce que tout ce foutu quartier nous entende. Pour qu'ils nous entendent tous, y compris elle et ses parents de merde, qui t'ont brisé le cœur cruellement. Andrea, Mamey t'aime, putainnn! Andrea, espèces de garce, allez, viens sauver notre ami ! Andrea, nymphe démoniaque, va au diable ! Délivre-toi ! Soyez maudites, toi et ta descendance! Alors, personne n'aurait empêché ton amour, Mamey, personne, avec nous à côté comme gardes du corps. Mais tu étais seul, seul devant l'énorme porte et face à l'apparente surdité de tous les habitants de cette maison qui n'entendaient pas ton "Andrea, je t'aime putaiiin!" qui, lorsque le silence est retombé dans le quartier, s'est mis a jaillir de plus belle de ton torse, avec toute ta force et ta rage. Mais toi, seul, que pouvais-tu faire de plus ? Ils t'ont frappé, Mamey, ils t'ont cassé la gueule cette nuit-là. Mais ce n'est pas eux, c'est-à-dire ses parents, mais d'autres gens qui ont joué aux agents de police, aux représentants des forces de l'ordre, qui passaient dans le coin et t'ont vu faire du scandale. « Ils voulaient des sensations fortes et avec toi, ils ont été servis. »

Sobre el autor y La madre rata

Como tantas otras veces, nos habíamos juntado a comentar nuestros textos; y él se aparecía por primera vez. Era un taller de cuentos; y él presentó un poema. Todos argüían, opinaban con mesura, y él, sin abrir la boca, quemaba cada texto con un Zippo. Ahora no tiene pelo. Y escribe novelas. Pero no han mermado sus ganas de joder. Su rebeldía. Su insolencia. Y este libro, sin dudar, debería incinerarse: por asqueroso, por procaz y degenerado; por incluir a pobres niños en escenas tan horrendas. Aunque igual será difícil que olvidemos a esta panda, casi banda, de fogosos imberbes.
- Leonardo Aguirre [Texto de contraportada de la 1° edición]

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