Poesía>
Campamento (2011)
Se trata de una plaquette de poesía que brotó después de un viaje a la Val d'Aran (Lérida, Cataluña) con mi entrañable amigo de la época universitaria de Barcelona, Alberto Caturla.
Hoy han venido las moscas
a recordarme
mi calidad de carne descompuesta.
Hoy estoy en un campo hermoso, incorrompible,
en el que esperas encontrar de todo menos
un ataque masivo de moscas,
una hecatombe de mosquitos.
Pero,
¿para qué negarlo?
No hay mejores caricias, más perturbadoras caricias,
como las que dan las moscas sobre un cuerpo desnudo.
No hay mejor palabra de amor, más dulce palabra de amor,
como la que susurra la muerte
en las alas de las moscas.
En la cima, el sol
es duro con los árboles.
Desde aquí, desde mi privilegiada posición
de espectador bien cobijado
en sombra, lo compruebo.
Negro. Verde. Verde oscuro. Negro.
En la furia de sus atardeceres.
Cuando haya acabado
lo habrá carbonizado todo,
incluyéndome
a mí.
Nada
pasa desapercibido por la naturaleza: el error
de la libélula es la digestión del pájaro, el pájaro es el hocico del zorro,
el zorro el ladrido de los perros, etcetera.
Sin embargo, al final de todo,
se lo lleva todo,
el río, se lo ha llevado, el perro,
el zorro, el pájaro, como una mano que alborota
una melena sucia, el río helado, el primero que despierta
a los tímidos exploradores del bosque.
El agotamiento de los árboles parece eterno.
Los pájaros mueren, los rumiantes mueren,
los hombres, las moscas.
Pero los árboles siguen allí
carbonizándose cuando el sol se esconde.
Hubiera dicho que eran eternos.
Pero ahora digo que parecen.
Porque hoy que he venido al bosque,
después de cinco años, he encontrado mi árbol muerto,
el árbol de mi padre muerto, el árbol horizontal
y podrido: termitas, gusanos, moscas,
en un banquete de moho.
Los asesinatos del sol son falsos.
Lo compruebo cuando despierto
y veo que conservo mi color marrón
y mi polo sigue siendo rojo.
La muerte tiene que ser como un árbol que cae
no como una noche
ni un bosque carbonizado.
Al regresar del bosque, por la carretera, volví la mirada hacia los abetos que juntos parecían una procesión de hombres deprimentes. La noche caía sobre ellos como una mano negra, y pensé: Dejo atrás a la muerte. Miré de nuevo hacia delante; las polillas que tratan de acercarse a la luz del automóvil son atropelladas. Con todo, supe que la muerte no necesariamente debería encontrarse entre abetos agrupados como procesión deprimente, que podría estar aquí mismo, en la carretera, como solía decir mi padre, o esperarme tras la puerta de mi casa con mi plato caliente y olor a ajo, o aún más cerca, en mi pene. Y recordé que alguna vez hice el amor con un perro, y fue en el bosque, lo supe, y me llené de miedo.