Revistas >
OJOXOJO >
Vol. 04 >
Narrativa >
Lucía Escobar | Otra vez Gustavo
Esta es mi historia con Gustavo, mi tan deseado amante, mi fantasía sexual por excelencia, mi error textual más recurrente.
Dieciséis, diecisiete años esperando pasar un fin de semana con Gustavo, toda una vida. Literalmente la edad de nuestros hijos, que no son “nuestros” en realidad. Son uno de cada uno. No se conocen. Tienen la misma edad, fueron quizá hechos el mismo día, en los mismos tiempos. Pero con alguien más. El mío con mi esposo. Y el de él con su esposa. Eran tiempos calientes, de coger por todos lados. La paternidad de uno y otro fue como todo en la vida; un poco al azar, un poco pequeñas decisiones que provocan grandes cambios. Gustavo fácilmente podría haber sido el padre de mis hijos, pero fue Ricardo quién me preñó. Yo podría haber sido la madre de los hijos de Gustavo, pero fue Emilia la que los tuvo.
Habíamos pasado años sin vernos después de nuestro primer intenso y complicadísimo primer rollo. Una década sin saber casi nada uno del otro, sin encuentros inesperados en la heladería o en el teatro. Sin mensajes, ni cartas ni llamadas. Sabía de la felicidad de ellos (de su tiempo en familia) por amigos en común, en conversaciones casuales. La verdad, no me importaba. Yo estaba haciendo mi propia vida con mi familia. Andaba en mi montaña rusa privada y no tenía tiempo para el pasado. Pero el pasado, a veces se agazapa atrás de un árbol, en la melodía de una canción o en algún aroma y salta sobre nosotros un día cualquiera.
Ese día cualquiera para mí fue una fría mañana de noviembre cuando estábamos en una ceremonia maya en la punta del volcán Chicabal. Primero escuché su risa inconfundible viajar con el viento y luego reconocí su silueta alta y flaca, el tic del pelo, su estúpido parado. Nos topamos de frente. Apenas nos saludamos.
Yo no podía decir ni una palabra ni mucho menos sostenerle la mirada. Pensaba en cómo me miraría, si notaría el desastre que dejaron dos embarazos en mi cuerpo. Él tartamudeó, a penas me saludó sin atreverse a decir mayor cosa. A pesar de que ambos fingimos que no nos conocíamos, la tensión sexual fue más que evidente, yo sentía que las descargas eléctricas entre nuestros cuerpos podían sentirse. Encontrarnos en medio de la nada fue de esas casualidades tan extrañas, tan increíbles que ambos sentimos una especie de mandato divino, de travesura sagrada que sugería que volvernos a ver era inevitable.
Intercambiamos contactos y empezamos poco a poco a transitar en el pantano de los amores muertos y enterrados, de los aquí no fue. Comenzamos con un correo cortés, pasamos rápidamente al WhatsApp y, luego, saltamos a un lugar más seguro: Skype, Telegram, Signal.
Siempre me había asombrado que a pesar de que vivíamos en la misma ciudad, muy pocas veces nos habíamos topado en la calle. Durante años me preguntaba por qué nunca me lo encontraba. Imaginaba mi ruta diaria y la de él y los puntos en que seguramente pasábamos ambos, quizá yo minutos después o antes que él. Tal vez nos sentábamos en la misma banca o íbamos al mismo café a distintas horas. Tal vez hasta usábamos la misma carretilla del supermercado, sonreíamos al mismo mesero o coqueteábamos con la misma turista. Y nunca nos topábamos, hasta ese día, a mil kilómetros la ciudad donde ambos vivíamos y donde transitábamos paralelos sin jamás toparnos.
Al principio en esa segunda o tercera o quizá cuarta etapa de nuestra relación solo hablábamos de nuestra familia, de lo bien que cada uno estaba con su pareja, de los avances en pañales, comida, y los primeros logros de nuestros hijos. Me contó con detalles el parto de Emilia y yo no escatimé en presumir del parto de mis bebés, de lo bien que sentí tenerlos en casa (en realidad odié tenerlos así, pero impresionaba más decir lo contrario).
Al poco tiempo comenzó a mandarme todo tipo de fotos; de las vacas del suegro que pronto serían suyas, las vacaciones en los Altos franceses, el primer día de clases de sus hijos, y como si nada, un desnudo pornográfico de su esposa Emilia.
Una vez más en nuestra no relación quise hacerme la digna, quise poner distancia, hacerme la ofendida, pero cada palabra mía parecía decir lo contrario y activar en él un deseo completamente prohibido. Yo me encontraba en un periodo perfecto de mi matrimonio, me sentía en gran armonía con mi yo interno. Tenía una vida plena y llena de pequeñas y hermosas sorpresas. Y en una de esas sorpresas había vuelto a aparecer Gustavo en mis días. De ser un detalle simpático, un pequeño salto en el corazón y un breve recuerdo de otra época, había empezado a ocupar más espacio en mi chat, en mi tiempo y en mis pensamientos.
Seguimos escribiéndonos regularmente por meses, sin vernos, apenas avivando un fuego invisible, una ilusión. Buscar y encontrar en mi computadora, en el teléfono un mensaje de Gustavo le daba aventura a mi vida, era una chispa de emoción entre la escuela de los niños, el trabajo que pagaba las rentas, mis voluntariados y el arte que apenas me atrevía a bocetar.
No me di cuenta el momento en que comencé a alejarme de mi esposo. Muy pronto comenzamos a vivir en casas separadas. Mi relación utópica con Gustavo ayudó a no meterme en una gran depresión cuando mi familia feliz se desmoronó. En esa época coincidió que Emilia había dejado a Gustavo. Y comenzamos a hablar horas sobre nuestros divorcios, la separación, y también a mandarnos fotos, audios, porno, y a tener muchas horas de masturbación frente a la pantalla.
No me sorprendió, pero sí me asustó cuando un día Gustavo me invitó a que pasáramos un fin de semana juntos. A mi mente se vino la primera vez que lo vi, cuando yo apenas era una adolescente y entré al mundo de la infidelidad por su culpa. Traicioné al amor de mi vida con él y no valió la pena. Yo fui también la causante de su primer divorcio, cuando su ex esposa encontró un correo nuestro de alto contenido explícito y dejó en la calle a Gustavo. Es cierto que mi testimonio fue fundamental para que él perdiera todo y esa era la respuesta a por qué nos habíamos dejado de hablar durante tantos años. Mi sentido del feminismo y de la sororidad hizo que me pusiera del lado de su ex mujer, y le diera todas las pruebas de su infidelidad conmigo.
Eran muchos años deseándonos y habíamos tenido muchos momentos, mucho sexo, pero poco tiempo; nunca una noche entera, jamás un fin de semana completo. Gustavo había sido mi primer amante. El hombre con quién “perdí la moral y las buenas costumbres”. Me leía Las edades de Lulú mientras me masturbaba hasta que ya no podía más y tiraba el libro y tirábamos y tirábamos hasta que no podíamos más. Pero eso había sido literalmente en el siglo pasado. Y había durado muy poco y habíamos dejado demasiados corazones rotos a nuestro alrededor.
Yo estaba separada, pero aún así no quería decirle a mi ex marido que me iba de fin de semana con un nuevo amante (o viejo). No quería romperle el corazón, viéndome tropezar una vez más con la misma piedra, una piedra ya vieja y conocida. Así que fingí que iba a un retiro de yoga. Me organicé para dejar a los niños un fin de semana, al perrito y todo lo que implicaba desaparecer e intentar no contestar el teléfono ni estar mensajeando a cada rato. Entre menos comunicación tuviera con mi familia, menos posibilidades de meter la pata tendría y más de que mi casi infidelidad pasara desapercibida.
Gustavo pasó a recogerme el viernes a medio día a mi casa. Yo estaba nerviosa como quinceañera en su primera cita. Llevaba una maleta para una semana de viaje. Me había depilado y compré ropa interior nueva porque mis calzones estirados por la maternidad minaban mi autoestima. Me sentía absurdamente inadecuada, como la Cenicienta a quien pasan a buscar en la carroza y tiene miedo de que se le note la pobreza.
Me puse un vestido y una flor como en la canción de Fito Paez para que todo fuera fácil y el encuentro de nuestras pieles menos complicado. Romper el hielo fue tan natural como dejar que sus manos exploraran entre mis piernas. Él no perdía de vista el camino y yo no perdía de vista su erección. Nos fuimos todo el viaje tocándonos, llevando el deseo al límite. El destino era una comunidad indígena enclavado en la Sierra de las Minas; un pueblo perdido en el que nos asegurábamos no encontrar a nadie conocido. Llegamos al hotel, me quedé un rato en el carro mientras Gustavo nos registraba como marido y mujer, y luego salí directo al cuarto sin pasar por administración.
No esperamos mucho tiempo para desnudarnos; tocarnos, besarnos y hacer el amor. Fue dulce, rápido, eficiente. No logré “acabar” solo con la penetración, pero Gustavo me hizo sexo oral tan bien como recordaba que lo hacía y ahí sí exploté en mil sensaciones y colores. Pedimos comida a la habitación, vino y chocolates. No había nada de eso. Así que nos conformamos con una pizza a domicilio y un par de cervezas. Después de comer, saqué mi kit de mota y me puse a enrollar un puro.
Cuando iba a prenderlo, Gustavo me dijo que no lo hiciera.
Me reí y le pregunté por qué.
―No ves que no se puede fumar aquí.
―Vos, es un hotel de mierda, está lleno de ventanas. Nos dividen metros de las otras habitaciones. Tenemos la montaña enfrente. Además, no has parado de fumar tabaco.
―Mejor acostémonos ya, mañana tengo que madrugar para tomar fotos del amanecer.
―¿Acostarnos ya? ¡Pero si son las ocho de la noche! Solo podría dormir ahora si hubiéramos cogido toda la tarde, pero apenas estamos arrancando ¿no?
―Yo estoy cansado, y ya no tengo veinte años. El camino fue una mierda. Hablemos mañana, tenemos todo el fin de semana por delante.
Entré al baño, me senté en inodoro a fumar un puro de marihuana tras otro. Contesté correos, chateé y me metí a una discusión interminable en Twitter sobre el genocidio Ixil.
Casi a la medianoche, regresé al cuarto. Encontré a Gustavo dormido y roncando. Me metí a su lado bajo las sábanas, lo abracé e intenté dormir un poco.
Al día siguiente cuando desperté, Gustavo ya había salido a tomar fotos. Arreglé mi maleta, guardé los shampoos y los jabones, me robé un cenicero.
Salí del cuarto y caminé sin ver atrás buscando una camioneta que me llevara a mi casa.
* Texto inédito.
Lucía Escobar
[Guatemala, 1975] Es periodista, columnista y gestora cultural que ha trabajado en diversos medios de comunicación en casi todas las áreas de la comunicación. Actualmente es comunicadora de Ediciones del Pensativo y freelancer para medios como La Cuerda, ElPeriódico y No ficción. En sus tiempos libres (que son pocos) escribe cuentos (pocos). Vive en Antigua Guatemala y sueña con poder dedicarse únicamente a la literatura.