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Mariano Vargas Vilca | Montparnasse Bienvenüe
Dicen que París attira a los artistas y que los latinos, es decir, mis compañones latinoamericanos, vienen hasta aquí para devenir célèbres. Dicen también que tales artistas retornan a sus países cubiertos por la fama y el respeto; y que, una vez allá, reciben los honores de todo el mundo. Honores que, hablando claramente, se traducen en dinero. Llevo en París más de treinta años, treinta y tres para ser exactos. Pero jamás he visto a ninguno de esos artistas, siendo cierto que he visto a más de cien músicos pasar frente a mis ojos. El más antiguo, Gregorio Chuki, regresó al Perú después de cuatro décadas. Y regresó para morir. Nunca más supimos de él; a no ser, por supuesto, la noticia de su deceso. El viejo Chuki, cuyo nombre quechua significa recio, decía que en París habitaban dos clases de artistas o, con mayor exactitud, dos clases de músicos: el músico de salón y el músico itinérant. Sobre el músico de salón, no tengo mucho que añadir: conocida es su preferencia por los grandes auditorios y por las charlas de café.
Acerca del músico itinerante, sin embargo, poco se ha escuchado. Y cuando se habla de él, se dice que viste con ponchos de lana y que su canto es triste y su flauta amarga. Puras betises. Un músico itinérant no es un hombre exótico ni un místico milenario, es una persona como cualquier otra: desayuna café y almuerza lentejas con arroz, y en los días de fiesta bebe cerveza o vino tinto. Tiene, por supuesto, cuentas por pagar y las paga con su instrumento. Como el obrero que paga sus cuentas con el cincel y la comba, o con la brocha de pintura. Un musicien itinerante es un músico de plazas públicas y también un músico de metro. En verano, asistimos a los parques de la cuidad y, en invierno, recelamos del frío y nos refugiamos en las estaciones del tren. Muchos aprendieron a tocar por cuenta propia y otros fuimos instruidos por viejos profesores de escuela o por esos artistas engagés que se empolvan los zapatos en perdidos talleres de pueblos jóvenes. Yo, por ejemplo, aprendí a tocar charango en El Rescate. Tenía, por entonces, quince años y la tarde, lo recuerdo bien, quemaba. Era una tarde de febrero y la ventisca de tierra muerta se escurría entre chozas y corralones. Mis amigos del barrio y yo andábamos todo el día pata’e perros. Andábamos ahí en El Rescate. Y aquella tarde, la tarde asediada por ventiscas de polvo, nos refugiamos en el local comunitario. Un viejo maestro de largas patillas enseñaba a tocar charango. Sus alumnos eran los muchachos del barrio, los muchachos de El Rescate. Esa fue la primera vez que toqué un charango. Por supuesto que ya lo conocía, pues su ágil sonido era parte ineludible de las fiestas en Huari, mi pueblo natal. Pero aquella fue la primera vez que estreché sus cuerdas. Aquella vez en El Rescate. Desde entonces, lo he mantenido como herramienta de trabajo. He trabajado con mi charango en microbuses y rockoleras cantinas. No sea crea, sin embargo, que nunca hemos pisado un escenario. Escenarios los hemos pisado. Y muchos. Solo que modestos y pequeños y alejados de la prensa y de las cámaras de televisión.
Algunos creen que, en París, los músicos latinoamericanos se presentan vestidos con plumas en el Bataclán o en la arena de Bercy. Pero lo cierto es que muchos tocamos en el metro o en la plaza de la Bastilla. Pocos saben que estamos ordonnés o que, en la estación Montparnasse Bienvenüe, trabajamos con autorización valable para el Gobierno. Es tanta la ignorancia sobre este punto que los fachos se asombran al ver nuestros bâches artististiques. Aún recuerdo al primero de ellos. Al primer facho. Un lepenista que nos vino a gritar. Alto, robusto, de cabeza rapada. Según decía, los extranjeros malográbamos el trabajo. Habló de cifras y números, y dijo que éramos el cáncer de la France. Parecía una situación atemorizante o una situación para llorar, pero lo cierto es que terminó siendo una situación rigolote. De la gracia, se encargó el Zurdo, quenista de nuestro grupo, el grupo Urpi. El Zurdo le mostró su permissión para el trabajo itinerante, un bâche artístico reconocido por la RAPT. El lepenista creía que no pagábamos impuestos. Payez vos impôts, gritaba. Entonces el Zurdo, que no era ningún quedado ni menos un connard, abrió su billetera y le mostró su bâche. Nosotros pagamos impuestos, dijo. Lo dijo en francés, claro está. En un francés rudo si lo quieren poner así. O en franchuñol. La cosa es que dijo eso y más. Dijo: Señor, nosotros pagamos impuestos y nuestros impuestos sirven para sostener el metro. El lepenista resopló, como resoplan los franceses, tirando babita entre los labios, y luego se hizo humo. Pero antes de hacerse humo, como si fuera un insulto, gritó: D’abord, apprenez le français correct. Entonces, el Zurdo, quien más bien es fosforito, se la devolvió. Tal vez no sepamos el francés correcto, dijo, pero sabemos muy bien cómo tratar a las personas correctamente.
Nos cagamos de risa. Hasta Sixto Mallma se rio. Sixto, que suele mantenerse más bien calmo. A esa gente, dijo Mallma, no se la puede tomar en serio. Y luego retornó al bombo. Sixto, el eximio percusionista de nuestro grupo. Otros que tampoco merecen nuestras preocupaciones son los agentes de la RAPT, aunque, en un principio, nos resultaban intimidantes y acatábamos sin chistar sus órdenes de desalojo: Sortez d’ici que le métro n’est pas la place publique. Algunos eran altaneros e incluso racistas. No faltaba quien se esmerase en botarnos de la estación cubriéndonos de insultos. Hasta que un día descubrimos que no eran policías. Fue el Zurdo, debo decirlo. Fue él quien empezó a cuestionar la autoridad de la RAPT. Ellos no son policías, nos animaba a rebelarnos, ellos son los guachimanes de la gare. A la época, no percibíamos las diferencias. Uniformados de azul, los inspectores de la RAPT nos parecían tombos. Hacen falta buenos años para comprender las cosas y bajarse del avión. El avión que nos trajo a Francia, claro está, y en el cual se queda atrapada nuestra mente hasta que un día se baja y encuentra a nuestro cuerpo. Recién, desde ese día, se puede decir que empezamos a notar la cosas. Así pues, cuando empezamos a notarlas, ya teníamos al Zurdo empujando a un uniformado de la RAPT y rodando por el suelo contra él. Ustedes no son nadie, gritaba, ustedes no pueden arrestarnos.
Quienes sí pueden arrestarnos son los policías. Los policías y militares que custodian la gare. Desde el tiroteo en Charlie Hebdo, andan más nerviosos que nunca. Y desconfían de los extranjeros, sobre todo, si tienen pinta de árabes. Debo decir que el color aceitunado nos vuelve sospechosos: sospechosos de traer bombas o de ser nosotros mismos la bomba. De ahí que resulte necesario vestir ponchos o chullos o cualquier cosa que nos vincule con los Andes. Si avant usábamos tales ropajes para attirar la atención, hoy los usamos para protegernos. Pero ese no es el único peligro ni, mucho menos, el peor. El peor proviene del desempleo. Y el desempleo puede ser ocasionado incluso por gente con intereses afines a nosotros.
Hace un par de sábados, por citar un ejemplo, la revolta de los chalecos amarillos llegó a la estación Montparnasse. Entonaban cánticos y erigían banderas. Banderas de Francia, por supuesto. Aunque es posible, también, que flamearan banderas comunistas. Banderas rojas. Pero lo cierto es que no vi ninguna. Vi, sobre todo, banderas tricolores. Banderas de la France, que llevan el rojo en un extremo y el azul en otro, mientras que al medio descansa neutro el color blanco. Vi también banderas del Paris Saint-Germain y consignas del tipo Allez les bleus. Debo decir que había de todo, aunque se unían, también es preciso decirlo, en una sola consigna. Refusaban el aumento de los combustibles y pedían la salida de Macron. Claro está que rompían vidrios y quemaban autos. Aquel sábado, una lluvia de piedras cayó sobre la Police. Y la Police se protegió con escudos y cascos de polietileno, y después respondió con balas de goma y gas pimienta. La Police siempre responde, lo sabemos bien. Y su respuesta suele ser dramática. Tan dramática como cerrar las estaciones del tren, que, en invierno, son los únicos lugares para ganarse alguito de dinero.
Es tan inestable el trabajo en la gare que cualquier perturbación del orden nos afecta, incluso si dicha perturbación nace para apoyarnos. Como aquella que proviene de gente buena, gente respectable, gente que no quiere dañar, pero termina dañando. Y dañan porque, al final de la yurné, su impetuosa defensa culmina con una multa que se roba todas nuestras ganancias. Me explico mejor. Hay fachos —lepenistas, como decía— que vienen a la gare para insultarnos, para fregar la paciencia. Y frente a ellos, se oponen algunos que intentan defendernos. Los lepenistas agreden y los otros responden. Si un lepenista dice: Quittez la France. Los otros replican: Quittez vos culottes. De esa manera, un poco inocente incluso, se arma el disturbio y llega la Police para arrestarnos. Nos arrestan por fomentar desorden, según dicen.
Aunque no siempre fue así.
La primera vez que nos arrestaron, a mí y a mis compañones del grupo Urpi, ocurrió a fines de los ochenta y no hubo ninguna gresca ni alteración del orden público. En esa época, nos arrestaban simplemente por tener la piel de color modesto. Como decía, eran fines de los ochenta y veníamos de recorrer las costas del Mediterráneo. À l’époque, nadie exigía visa: a lo sumo una permissión de trabajo o una carta d’hébergement. Con el otoño, retornamos a París y seguimos tocando en retretas y plazas públicas. Pero pronto llegó diciembre con sus vientos fríos y sus cánticos del Noël. Las calles amanecían cubiertas por la escarcha y ganarse unas monedas al aire libre parecía imposible, de modo que nos fuimos al metro y empezamos a conocer las ventajas de tocar para los pasajeros con estrés. Descubrimos que el vibrante sonido de una quena o las vigorosas notas de un charango podían aliviar, aunque sea por breves minutos, las pesadas cargas de los transeúntes, quienes, en recompensa, nos arrojaban suficientes monedas, incluso más de las que obteníamos en una cálida tarde de verano. Pero entonces vino la Police. Recuerdo muy bien aquel día. Vino la Police y nos pidió el permiso para trabajar en el metro, documentos que evidentemente no teníamos. Y como no los teníamos, el Zurdo habló de sus derechos. Para qué habló de sus derechos: de inmediato fuimos reducidos y enmarrocados. Luego nos condujeron hasta el puesto de control policial que alberga toda estación ferroviaria de París. O por menos las más grandes. El policía que nos encerró apellidaba Fournier. Lo recuerdo porque siempre se recuerda al primero en toda ocasión. Se recuerda el primer beso, el primer polvo y hasta el primer trabajo. De esta forma, conocimos el dolor en la gare Montparnasse. Lo conocimos, como decía, de la mano del comisario Fournier. El dolor alcanzaba la cifra de 300 francos, multa que, en una rápida conversión, representa 50 euros de los actuales, es decir, las ganancias de toda una yurné. À l’époque, claro está.
Pronto supimos que era mejor no rivalizar con la Police. La Police, sin embargo, rivaliza con nosotros. Y aunque ahora tengamos los bâches artististiques emitidos por la propia autoridad ferroviaria, no falta quien llegue a joder la paciencia uniformado de azul. Los más antipáticos, aunque parezca contradictorio, suelen ser los extranjeros o, mejor dicho, los franceses de origen extranjero. Nunca falta un Mohamed o un Mamadou que busca cualquier excusa para botarnos de la estación bajo la prepotencia de sus placas. Llevamos aquí, en la gare Montparnasse, más de veinte años, por lo que he visto policías de todo tipo. Y quienes más reparos han puesto sobre nuestra presencia fueron siempre hombres parecidos a nosotros: cabello negro, ojos oscuros y piel canela. Segurito los psicólogos tendrían algo qué decir. Pero yo no soy psicólogo ni, mucho menos, psiquiatra. Soy un musicien itinérant, como certifica mi bâche artistique, y mi único interés radica en tocar el charango, en tocarlo en paz.
Después vinieron otros nombres, sobre los cuales poco recuerdo. Hubo tal vez un Bovary o Bouverie, un Arnaud, un Vincent o un Garnier; racistas todos. Y con seguridad hubo también algún Bashar, algún Farouq, algún Rajab. Sin olvidarme, por supuesto, de los Okoro, de los Contee o los Conteh e incluso de los Mensah, apellido que más bien parece árabe, pero en realidad es africano. Lo sé porque recuerdo al inspector Mensah, un tremendo zambo de metro noventa. Y lo recuerdo porque era burlón. Ya podrán recuperar la plata, nos decía tras clavarnos una multa, ya podrán recuperarla con alguna petite chanson. Soportábamos en silencio sus vejámenes. Los de él y los de otros. Pero nunca hemos cruzado nuestros brazos a la espera de justicia divina. Al inspector Mensah le pinchamos las llantas. Buscamos su auto en el estacionamiento de la Tour Montparnasse y le sembramos tachuelas en el piso, de forma tal que, al salir del parkín, sus ruedas se fueran desinflando. Otros también han padecido nuestra venganza. Venganzas siempre anónimas y subterráneas, debo decir. A uno lo seguimos hasta llegar al colegio de su hijo. Ocultos desde una esquina, hemos gritado su apellido frente a los demás padres de familia y lo hemos insultado. Una vez incluso colocamos a Giroud en las paredes de su barrio. Colocamos su nombre, quiero decir, y lo acompañamos de la palabra connard, que significa imbécil o idiota.
Pero ninguno ha sido tan connard como lo es el commandant Philippe. Un racista el tal Philippe. Un chuchasumadre. El commandón Philippe viene de sorpresa y, sin mediar razón alguna, le clava un puntapié al estuche del charango que contiene las monedas. Monedas que fueron ganadas con el desgaste de nuestros huesos y cuerdas, y que vemos volar sin poder recuperarlas, pues, de inmediato, somos arrestados y conducidos al puesto de control policial. Un chuchasumadre el tal Philippe. Un racista. La última vez que nos arrestó fue ayer, ayer por la noche. Por supuesto, colaboraron otros racistas que, como Philippe, vinieron a increpar su odio contra el color aceituna. Frente a ellos, frente a los racistas, saltaron, como siempre, los justicieros, gente bienintencionada pero tonta, cuya defensa nos termina perjudicando, pues le sirve de excusa a la Police para arrestarnos, según dicen, por fomentar el desorden y la violencia.
Y ayer, pues, los extremos se juntaron: racistas y justicieros.
El primer racista llegó a las dieciocho en punto. O tal vez a la dieciocho con algunos minutos. Llegó y dijo que nosotros representábamos la ruina de Francia. Vous êtes le declin de la France. El Zurdo mostró su lengua, una lengua roja y cachacienta. El racista, sin embargo, arrugó la boca en un gesto despectivo y siguió su curso. El segundo racista apareció una hora después. La estación Montparnasse bullía de gente. Tomó una moneda de diez centavos y la arrojó al suelo, cerca del estuche abierto donde guardo mi charango y que funciona, como he dicho, a modo de cofre destinado a las propinas. Arrojó aquella moneda cerca, pero no lo suficiente para creer que había errado el cálculo. Era más bien notoria su intención de arrojarla a mediana distancia, una distancia que no dejara dudas sobre su objetivo. Su objetivo de ofendernos, claro está, con una moneda tan chiquita. El Zurdo volvió a mostrar la lengua, aunque esta vez también habló. Se le ha caído un diente, dijo. Por supuesto, lo dijo en francés, pero el racista no se dio por aludido y continuó caminando. Cuando la hora punta —es decir, entre las diecinueve y las veinte— estaba por concluir y, cuando creíamos que ya ningún racista aparecería y que, por tanto, salvaríamos la noche y nos iríamos con todo lo recaudado, llegó el tercero. Y qué racista. Un racista de talla mundial. Vino y se cuadró frente a nosotros.
—Avez-vous l’autorisation de travailler ici? —preguntó.
—Y a ti qué te importa —contestó el Zurdo.
—¿Acaso tú eres policía para andar pidiendo autorizaciones? —dijo Sixto Mallma, el del tambor, quien se mantenía, por lo general, sereno.
El racista montó en colère y se mandó a pronunciar las mismas palabras que pronuncian los demás, es decir, los demás racistas: que les quitamos el trabajo, que solo venimos a traficar con drogas, que destruimos la segurité social, que no pagamos impuestos, que desfalcamos al Estado, que traemos maladies, que somos sucios, que somos incultos, que estamos fermés, que no queremos integrarnos, en fin, tantas betises que resulta imposible recordarlas todas. Pero aún faltaba el ingrediente reactivo, sin el cual la pelea jamás habría llegado. Y el ingrediente reactivo lo trae gente buena o que parece buena o que, en todo caso, expía sus culpas saliendo en defensa de los más vulnerables. Lo cual está bien, pero nos afecta. Como decía, el racista hablaba y hablaba hasta que alguien alzó la voz y empezó le combat. La voz provenía del público, un público atento que detiene su marcha apresurada para escucharnos y olvidar el estrés que los consume. Después de la primera voz, se alzó una segunda y luego una tercera. Cuando ya estaban en eso de quittez la France contra quittez vos culottes, apareció Philippe, el commandón Philippe. Y, como era su costumbre, pateó el cofre de monedas antes de arrestarnos. De aquella forma, evidenciaba su desprecio, su mépris: arrojando al viento las propinas obtenidas e imponiendo una multa que, sin ganancias, difícilmente podríamos pagar. Una vez adentro, es decir, adentro del control policial, tomó nuestros datos, como bien dijo que iría a hacer y, después, nos impuso la multa, una amonda, como decía, por incitar al desorden público y promover revoltas. Salimos, sin embargo, sonrientes.
—¿De qué sonríen? —preguntó— ¿Acaso no entienden la naturaleza de una multa?
—Por supuesto que oui, es decir, bien sûr mi commandant —dijo el Zurdo y siguió sonriendo.
El commandant Philippe arrugó el ceño en un gesto de incertidumbre y permaneció mirándonos en silencio mientras nosotros abandonábamos su despacho. Cuando por fin nos hallamos en el corredor central, Mallma preguntó: ¿Lo habrá notado? No creo, dijo el Zurdo y estiró su lengua roja sobre sus dientes blancos. Habíamos traído documentos falsos, documentos que el Zurdo consiguió en Saint-Denis. A veces se piensa que, en Europa, no existe nada chueco. O que todo está controlado por el Gobierno. Se equivocan. En Europa, se puede conseguir eso y más. Y los suburbios como Saint-Denis —tan estigmatizados y excluidos— sirven para sacarnos el clavo de la ley y volverlo a clavar del otro lado. Así pues, entregamos dichos documentos en los que Mallma era, más bien, Mallqui; y el Zurdo, cuyo nombre es Uriel Pacheco, aparecía como Ariel Macedo. El commandón Philippe, quien ya nos había multado en otras ocasiones, ni lo notó.
—No lo notará —había dicho el Zurdo—, no lo notará porque nunca le importó saber quiénes somos ni cómo nos llamamos.
Y, en efecto, no lo notó. Ni siquiera se molestó en revisar los documentos con su ordinador. Extrajo el talonario de multas y trascribió los nombres que tantas veces había transcrito sin reparar en las diferencias que hoy se presentaban frente a sus ojos.
—Pero ¿qué pasará cuando las autoridades refusen las amondas por inexactitud en los nombres? —preguntó Mallma.
—Cuando eso pase —contestó el Zurdo—, cambiarán de commandón por otro menos negligente.
—¿Y si no lo cambian?
—Si no lo cambian —dijo el Zurdo—, nos iremos a la estación Châtelet o la estación Saint-Lazare o la Gare du Nord o donde sea. Pero no nos quedaremos de brazos cruzados.
* Texto inédito.
Mariano Vargas Vilca
[Lima, 1981] Es magister en Estudios Hispanoamericanos por la Universidad Sorbonne Nouvelle de París y licenciado en Literatura Hispánica por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha publicado las novelas cortas Los Mutantes (2008) y Homo demens (2010). En 2012, quedó finalista del Premio Copé con el relato "Sala de espera". Cuentos y artículos suyos han aparecido en revistas peruanas y del extranjero, y ha sido traducido al francés. Su más reciente publicación se titula Rock en El Agustino. Noticias de un circuito alternativo al este de Lima: 1989-1995, ensayo que fue reconocido por el Ministerio de Cultura del Perú con los Estímulos Económicos 2021. Por estos días, se desempeña como carpintero.