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Rikki Ducornet | Plotinus
Agitada y apremiada por la hora, cogí mi nudoso bastón —un inofensivo memento del camino, ahora perdido— con el que por algún tiempo me proveyó acceso a los bosques (como solían ser) y corrí hacia la calle sin estar preparada (¡qué tonta!) para el inevitable encuentro con el Plotinus. Tras un grito, mi nudoso bastón fue reducido a polvo junto con mis zapatos y mis calcetines, mi guardapolvo —estas pérdidas estuvieron acompañadas por una cegadora luz, un dolor de oído imposible de articular y mi arresto.
Recluida en un armario, tengo acceso a su conducto de aire por la punta del pie, cuento esto en clave golpeando mis nudillos contra la rejilla para quien quiera escuchar. (Muy pocos podrán descifrar mis desesperados toques, pero quien lo haga será el indicado. Incluso en los buenos tiempos, cuando juntos partíamos hacia los bosques con nuestros bastones nudosos para enterrar los pájaros que caían del cielo, no éramos muchos).
Ellos me dicen que mis transgresiones —si bien fenomenológicas— son punibles por escarnio público. Por ello vivo cada día agradecida por lo que tengo, aunque lo que tengo —aparte de mis raídas aspiraciones— es solo el saco. Si me diesen la oportunidad, pediría otro, no porque me guste, sino porque el que tengo —si ocultara mis aperturas como desean los Poderes— deja mis piernas y rodillas al descubierto. Si y cuando mi solicitud sea aceptada (uno debe mantener esperanza) pediré que me devuelvan mis calcetines o, mejor, un nuevo par. Me gusta imaginar que me traen los calcetines en una caja de cartón blanca y que están envueltos en papel de seda blanco con el nombre del fabricante estampado: Mothwing. Cada noche antes de dormir (tal cual) la caja aparece como si se tratara de un encantamiento y yo susurro: “¡Aquí están! ¡Alabado sea el destino!” Abro la caja muy despacio y me tomo tiempo también con el papel. ¡A veces me duermo incluso antes de ver los calcetines!
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El primer par de calcetines que recibí fue amarillo —un color transgresivo, tanto como el sol, tanto como la yema de un huevo. Si se llegara a saber que yo poseía un par de calcetines amarillos, del color de una estrella maligna, de la yema de un huevo —la prueba tangible de la procreación—, todo se acabaría.
Los calcetines amarillos calentaban mis pies y aquella primera noche dormí hasta que un delgado lazo de luz hizo su camino hasta el armario, despertándome. Bajé la vista hacia mis pies en seguida y vi que los calcetines habían desaparecido —lo bueno fue que el Vector apareció, él los habría visto, y luego… Pero esto no sucedió. Los calcetines están programados para disolverse al romper el día; un solo susurro es suficiente para provocar su disolución. (No sé si a largo plazo el proceso afectará adversamente a mis pies). Entre tú y yo, las cosas serían mucho mejor por aquí si pudiera conservar los calcetines y si pudiera recibir un segundo saco.
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No puedo precisar cuándo aparecerá el Vector, ya que se mueve envuelto en su Ginza, pisando el aire. Su aversión al sol es tan grande que lleva dos Ginzas, una sobre su cuerpo (tal cual) y otra sobre su cabeza. Esto lo hace para conseguir una entrada espectacular. Siempre pide que mueva mi saco para que pueda ver mis cicatrices —cada una corresponde a un acto maligno. La primera vez que esto ocurrió le señalé que las cicatrices fueron inflingidas arbitrariamente por el Plotinus aquella funesta mañana cuando salí de casa (tal cual) con el nudoso bastón. Hasta entonces no tenía ni una costra en mi nombre. Ahora, cuando el Vector se deja caer, intento halagarlo y luego, una vez que lo he conseguido, uso lo que queda de mi ingenio para sugerirle que, como la fría y blanca luna, mis cicatrices proveen la llave a un vasto sistema cósmico que, una vez desenredado, revelarán, como las tortugas pintadas de Corytys, que mi cuerpo posee un mapa que conduce directamente al Trono de la Memoria. Yo soy, le digo, como el arbusto de bayas que, hace mucho en la profundidad del invierno, ofrecía dulzura a los pájaros que buscaban sustento en las ventiscas. Tan crédulo como una paloma, el Vector, con sus ojos hinchados de lágrimas, cae de rodillas cuando le hablo de esta manera. Le pido que se levante.
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Me desperté de un lugar en mi mente pensando en cuán extraño es que, mientras vuelvo atrás y me encojo en mí misma (en lo que queda de mí), más allá de mi armario hay pasillo, hay otros armarios, miles de miles, quizás incluso un vasto quirófano (o así se rumorea), patrullados por el Plotinus, entre cuyas otras tareas asignadas están el asegurar mi desayuno y que las atenciones del Vector sean oportunas y comprensibles. ¿Debería el Vector traerle un saco a una encarcelada, digamos, él tendría que asegurarlo de algún modo debajo de su Ginza, de tal forma que evite los fisgoneos?
¡Pero! Fuere como fuere, he estado pensando (tal cual) que más allá de toda esta miseria, la mía propia y la de multitud de otros, cada uno de ellos encarcelados también, existe un vasto mundo (o lo que queda de él) y su luna —una luna tan picada como yo, a mi pesar— está rebosante de actividad en sus dos lados, el oscuro y el iluminado. Y en mi pensamiento se me ocurrió que, a pesar de que es muy vergonzoso quedar así reducida, que yo alguna vez (y no hace mucho tampoco) fui la única Bella en el mundo reconocida de una sola mirada, sí: Ella me miró y sonrió.
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A veces, mi oído se esfuerza bajo el conducto de aire, soy testigo de conversaciones que tienen lugar del otro lado, en una calle o en un balcón, quizás, o en un pórtico —considerando mi dosis diaria de luz solar. Recientemente, escuché a una mujer o a un niño clamar piedad solo para que le digan en términos inequívocos que no hay piedad en este universo —algo sobre lo que reflexiono y continuaré reflexionando. Mi conclusión (como hasta ahora) es que si es así, que no existe piedad en este universo, entonces la debe haber en otro lugar. Se rumorea que el número de universos es infinito, de que cada uno de ellos es un portal al siguiente. Se me ocurre, mientras golpeo con mis nudillos la rejilla, de que si eso es cierto, bueno, entonces, tal vez, que ellos informan de un modo tanto nefasto como benéfico. (Tales conjeturas las tuve durante el interminable amanecer del día y gran parte de la noche).
¿Y qué si cada cosa, animada e inanimada, es un portal a la siguiente y así con todas las cosas?
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Hoy (tal cual) arreglé el armario barriendo el polvo del suelo con mis pies. Esto me permitió hacer ejercicio y me dio cierta satisfacción; fue un placer ver el polvo apilado en una esquina, muy similar a un pequeño montículo. Me puse de cuclillas entrecerrando los ojos e imaginé que observaba una lejana montaña al amanecer y que había nevado. Imaginé que el Vector llegó con un segundo saco, pues el Plotinus le había permitido entrar, y que me cubría las rodillas y las piernas, y que el Vector me había dado una cuerda para atar el saco en el lugar y, aún más, un par de calcetines, y que estos eran amarillos, amarillos como la yema de un huevo maligno, el huevo es considerado horrible, nada saludable. Al hacer esto, el Vector había roto todas las reglas. Había puesto en riesgo su propia coherencia y contigüidad.
El Vector murmuró que el Plotinus solo era capaz de ver con un ojo, de tal manera que los fisgoneos han sido comprometidos y que él había pasado sin problemas. Escondí los calcetines debajo del preciado montón de polvo que, mientras el sol declinaba en el cielo más allá del conducto de aire, brillaba misteriosamente, emitiendo una tenue y dorada luz.
Si tuviese una rama, digo, una pequeña rama luciendo tal vez una o dos hojas, entonces, un momento de ensueño y contendría todos los esplendores, los embelesos y los misterios del mundo. Como la de Adán, continué, mi soledad es mi inocencia.
Resulta que tengo una ramita escondida entre los pliegues de mi Ginza, murmuró el Vector, mientras hurgaba profundamente en un bolsillo yo presumí que tenía allí una cantidad de cosas y, de hecho, como por arte de magia, salieron de la ramita de laurel tres hojas verdes aferradas a su punta. El armario pronto se vería sumergido en la oscuridad, pero antes de que ello sucediera, llegamos a ver el árbol orgullosamente enraizado en la cima del nevado montículo. No puedo expresar la gratitud que sentí por el Vector entonces, ni la medida de mi felicidad.
Estamos ahora sumergidos en la oscuridad; el Vector había descuidado su guardia. Ahora que ya es de noche, le digo, ya sabiendo que el árbol y la colina están allí, que podré pasar las horas con tranquilidad. Haciendo una reverencia, el Vector retrocedió hasta el pasillo y desapareció.
Poco después de la marcha del Vector, el Plotinus llegó resonando por el pasillo; sus luces parpadeaban y la boquilla de sirena chirriaba. Se precipitó hacia mi armario, pateó el montículo nevado y, saltando sobre la rama, la redeujo a pedazos. Una vez que hubo rodado, con la mañana a lo lejos, no había nada que hacer, excepto sentarme sobre mis rodillas como una piedra y reflexionar sobre los aspectos positivos del exilio y sobre mis disminuidas circunstancias.
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Esta mañana (tal cual), mi desayuno fue un bollo duro, se parecía mucho a una roca; a pesar de mi juventud temí que fuese un destructor de dientes y, de hecho, permaneció intacto luego de haberlo aventado con fuerza contra las crueles paredes. A cierto punto me arrodillé, lo dejé sobre el suelo enbaldosado y consideré la posibilidad real de que aquel objeto frente a mí no era un bollo de desayuno, sino una roca. Decidí que podría usarlo a mi favor, ya que me ofrecía la posibilidad de una sistemática investigación sobre la materia bruta. Yo había —hace un tiempo— estudiado a Teofrasto (en octavo grado, tal cual, con Botword) y por eso sé que las piedras están divididas en dos grandes clases: piedras y tierras. Incluso consideré una tercera posibilidad, de que la cosa frente a mí había sido un bollo de desayuno y que ahora era un fósil. Por tanto, empecé mi investigación poniendo la cosa en mi nariz y luego inhalar. No olí nada, excepto mi propio olor y esto no me gustó. Por eso decidí ser agradecida. Si la cosa hubiera ofrecido un átomo del diario, del horno o de la cocina, seguramente mi corazón (tal cual) se hubiera roto. Sin embargo, arriesgando esto, no mucho después, volví a olerla, pensativa, tomándome mi tiempo. De esta manera, inevitablemente, empecé a meditar sobre el pasado remoto, cuando cada hogar tenía su chimenea, su despensa y una cocina que —si tan solo en ocasiones especiales (y esto antes de las medidas drásticas)— olía a mantequilla y a levadura. Y recuerdo los huevos escalfados de la antigüedad, aquella subversión, aquella obscenidad, el huevo hinchándose desde dentro del panecillo, incubando debajo su manta de salsa de crema. El huevo sagrado del que un día crecerían alas, se elevaría por los cielos y cantaría (como, créanlo o no, fue el caso una vez, porque sí, en la antigüedad los cielos fueron educados con pájaros).
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Teofrasto insistía que todas las piedras están formadas de una materia pura y homogénea. Cuando veo la cosa confirmo que no es pura. Y no puedo saber si es homogénea sin tener que romperla. Teofrasto continúa diciendo que esta naturaleza homogénea es el resultado de un conflujo o percolación. (Lo mismo podría decirse de un bollo de desayuno). Todo lo que tengo para desgastar el armazón de mi roca —y así poder continuar mis investigaciones— son las uñas de los dedos de mis manos y mis pies. (Me niego a arriesgar lo que queda de mis dientes).
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Algo más tarde escuché que el Plotinus regresaba (y esto no pudo ser más afortunado) con una jarra de agua tapada con un corcho. Tan pronto como el Plotinus continuó su marcha, metí mi piedra en la jarra de agua. Lo que pasó después fue trascendental. La roca se disolvió y de esta manera me proveyó sustento de cierta clase —incluso siguo sin tener idea de su verdadera naturaleza.
Habiendo ya desayunado (lo mejor que pude) consideré el regalo del día: la roca que había resultado ser una suerte de bollo de desayuno, el agua (y con ello un caldo con el que me alimentaría por un tiempo), el silencioso aliento de los rayos del sol goteando por el conducto de aire, las capacidades percusivas del conducto de aire; el hecho de que el suelo, si bien frío y duro, era seco, la extraordinaria suerte de que esta pocilga tenga una cubierta o algo parecido y que haya sido cuidadosamente planeada por su constructor —algo del todo muy raro. Me arrodillé luego y reflexioné sobre la posibilidad de que el sol me estuviese saludando de la mejor forma que pudiese, teniendo en cuenta su limitado acceso.
Entonces, cuando el aliento del sol se hubo desvanecido y la noche reclamó el armario, yo, agradecida por el agua mágica, continué sobre mis rodillas e, inclinándome, permanecí donde dejé la desaparecida roca. Teofrasto escribió: algunas piedras pueden ser derretidas y otras no; algunas pueden ser quemadas y otras no… y algunas como la Smaragdos puede hacer el color del agua como si fuera el suyo. En otras palabras, llamé a mi roca Smaragdos.
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Todo estaba en silencio y yo también. Permanecí siempre sobre mis rodillas y un día —o así me pareció— tan quieto como puede estar un cuerpo, me doblé como una roca que ha sido probada por el fuego plegada sobre sí misma; así como el cerebro se forma dentro de su hueso es hijo del envolvimiento. A cierto momento, me puse de pie y al golpear el conducto de aire me picó un avispón. En aquel preciso momento, el Vector —su nombre es Furanus— apareció. Furanus, una corrupción del nombre Furmastic (el tirano del mito de Cordplaster, quien dio testimonio del nacimiento de la Luna). Por un instante nos pusimos ambos de cuclillas en silencio. Si el suelo estaba frío, también estaba sucio.
Maestra, me sobresaltó el Vector con este saludo, te he traído otro presente. Hurgando en las profundidades de su Ginza, sacó finalmente una pequeña jarra de cristal y, con una ceremoniosa actitud, me la entregó. Dentro había un pedazo de panal fresco, del color del mismo sol. Como tener abejas es castigado con la muerte, lo miré a los ojos, inquisitivamente.
Yo vivo, me dijo Furanus, alejado de los hombres en un valle donde aún queda una vasta arboleda de tilos. Cuando dijo esto, pude ver el valle y sus árboles, y por un breve instante creí poder oler los tilos en flor y escuchar el dulce zumbido de las abejas. Furanus sostenía una cuchara. Como no había forma de que pudiera ocultarle la jarra al Plotinus, no tuve otra opción mas que comerme el panal de una vez. Después de una cucharada de esa miel, la cera se deshacía entre mis dientes, lloré, despertándome del pozo seco en el que había estado viviendo para ser luego depositada en un valle soleado. No podía dejar de llorar, aunque temía que en cualquier momento aparecería el Plotinus y que Furanos y yo seríamos hechos pedazos. Tras contener mi aliento, dije: tú me has procurado el último placer que he conocido, pues para cuando el sol sople por mi conducto de aire, yo ya me habré convertido en piedra. En la profundidad del pozo de mi oído, el Vector murmuró: inevitablemente.
*Traducido del inglés por Reinhard Huaman Mori
Fragmento inicial de la novela The Plotinus [inédita]
Rikki Ducornet
[Nueva York, 1943] Ha publicado ocho novelas, tres volúmenes de relatos, una selección de ensayos y cinco poemarios. Su obra literaria ha sido premiada por el Bard College y la Academia Americana de las Artes y las Letras. Ha sido traducida del inglés a numerosas lenguas. Ducornet también es pintora y, además de haber expuesto su obra pictórica en diversos espacios alrededor del mundo, ha ilustrado publicaciones de Robert Coover, Jorge Luis Borges y otros autores.