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Manuel Illanes | La estrella se llamaba Ajenjo. Sobre “Contraluz” de Thomas Pynchon
I
Uno de los puntos que hace más atractiva la puesta en escena de Wormwood, la serie dirigida por Errol Morris, estrenada a través de la plataforma Netflix en 2017, es la constante recreación de los últimos momentos de Frank Olson, bioquímico estadounidense muerto en 1953. Se trata —como comprobaremos al ver los seis capítulos que integran la serie— de una muerte sobre la que recae un manto de sospecha originado desde el instante mismo en que Olson cayó misteriosamente de un décimo piso de un edificio céntrico de Nueva York. El científico (ligado por su trabajo a una base militar llamada Fort Detrick, donde se desarrollaban diversas investigaciones relacionadas con sustancias químicas para su posible uso en una guerra bacteriológica contra la Unión Soviética) se habría suicidado, de acuerdo a las pericias realizadas por las autoridades de la época, versión que rápidamente vemos cuestionada al seguir la narración, puesto que, algunas décadas más tarde, el gobierno de los Estados Unidos hubo de reconocer a la familia de Olson que la muerte del bioquímico se habría debido al uso de LSD, suministrado por la CIA como parte de una serie de experimentos efectuados por esta agencia en el marco de la guerra fría.
Si el espectador pensaba que tras esta revelación (hecha en 1975), no podía ocurrir nada peor, se sorprendería al saber que la historia presenta otro giro, aún más tenebroso. El descubrimiento, fruto de la investigación de un forense y a una acción penal emprendida por el hijo de Frank Olson, de que la muerte del bioquímico se produjo no por un suicidio accidentalmente provocado por el LSD, sino que se habría tratado de una ejecución perpetrada por la CIA, con el supuesto objetivo de silenciar a Olson, que se había mostrado crítico de los experimentos llevados a cabo en Fort Detrick. Además, sospechaba que el gobierno estadounidense había recurrido a las armas bacteriológicas en el conflicto sostenido en Corea en los años 50 y se mostraba dispuesto a denunciar estas acciones. Todos estos cambios en la versión oficial del deceso se ven muy bien representados en las distintas visiones de la muerte de Olson que Morris ofrece durante la serie: en algunas vemos a Frank tomar la determinación de arrojarse a través de la ventana por efecto de una crisis sicótica causada por el ácido lisérgico, mientras que en otras lo apreciamos cercado por sicarios a quienes se la ha encomendado su asesinato y que, tras forcejear con él, lo lanzan desde el décimo piso. Este abanico de alternativas señalado por la recreación de las posibles causas de muerte de Frank subraya el carácter incierto del hecho, su ambigüedad fundamental propiciada, obviamente, por la acción encubierta de los organismos de seguridad de los Estados Unidos. El hecho de que, casi con total seguridad, no podamos llegar a una conclusión definitiva sobre los acontecimientos relatados en la serie es, en palabras del periodista Seymour Hersh (cuyo reportaje generó una comisión en el Congreso que terminó con la revelación sobre el uso de LSD en la muerte de Frank Olson), la prueba fehaciente de que la CIA salió victoriosa de la prueba: “El hecho que nunca (se) encuentre un cierre a esta historia será de gran satisfacción para la CIA. A los veteranos les encantará. Ganó la agencia.”
Este territorio de opacidad, de incertidumbre que se despliega en Wormwood, donde cualquier estatuto de privilegio que haya tenido la verdad —considerada no sólo en un sentido práctico, sino también filosóficamente— ha desaparecido por completo, es un rasgo que caracteriza la obra de un novelista estadounidense cuya obra atraviesa la segunda mitad del siglo XX: me refiero a Thomas Pynchon. Autor de una serie de novelas y colecciones de relatos, uno de cuyos temas principales es esa visión de profundo cuestionamiento respecto de la tesitura de los acontecimientos, Pynchon aborda en algunas de sus obras más conocidas (como El arcoíris de la gravedad y Contraluz) una postura de desconfianza radical sobre las narraciones que conforman el entramado de nuestra historia con mayúscula; postura que va acompañada de una fuerte crítica de la gestión del poder tal como éste se manifiesta en las zonas donde domina sin contrapeso el Capital, ese Imperio (utilizando el concepto acuñado por Antonio Negri) encarnado en los flujos aparentemente tan abstractos e inocuos del dinero que, no obstante, adquieren una dimensión áspera y sangrienta al cristalizar en la realidad cotidiana de millones de seres humanos.
Estos dos últimos elementos, y su particular resolución en una novela como Contraluz, son los que me interesa analizar en los párrafos que seguirán a continuación: específicamente deseo mostrar de qué forma los elementos ya mencionados adoptan una modulación debordiana, refiriéndome con esto a la obra del filósofo francés Guy Debord, cuyo pensamiento presenta, desde mi perspectiva, muchos puntos de contacto con la obra de Thomas Pynchon. Así, intentaré establecer un diálogo entre Contraluz y la visión que Debord exhibe sobre el poder y la historia en algunos de sus libros como La sociedad del espectáculo y Comentarios sobre la sociedad del espectáculo.
II
Contraluz, novela publicada por Thomas Pynchon en 2006, trata de la historia de la familia Traverse, comenzando por el creador de la dinastía, Webb Traverse, obrero de pensamiento anarquista, dedicado a la manipulación de explosivos en la minas de Colorado, quien no sólo forma parte de los sindicatos mineros del Medio Oeste estadounidense sino que, indignado por lo que considera la despiadada explotación de los trabajadores por parte de los capitalistas más recalcitrantes, utiliza sus conocimientos de química para realizar atentados contra las instalaciones de las principales industrias de la zona de Colorado. Esto lo llevará a un enfrentamiento directo con quien se convertirá en su némesis, Scarsdale Vibe, que va a ordenar precisamente su ejecución, utilizando para ello a dos delincuentes de poca monta. A partir de este momento, la novela devendrá en una interminable búsqueda de venganza por parte de los hijos de Webb (Frank, Reef, Kit y Lake) quienes, golpeados por el asesinato de su padre, recorren medio mundo para completar su vendetta, cubriendo un arco temporal que se abre con la exposición universal de 1893 (escena con la que comienza la novela) y se completa en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial.
Es necesario advertir, de todas formas, que independientemente de que se pueda señalar como eje central de Contraluz las peripecias de la familia Traverse en su confrontación con el capitalista Scarsdale Vibe, la novela propone, además, una serie de temas y situaciones que desbordan del simple motivo de la búsqueda de venganza, tan caro a la filmografía del western estadounidense. Tal como cualquier lector de Pynchon puede confirmar, existe una proliferación de situaciones y personajes, un entrecruzamiento de historias y tramas que vincula a Contraluz con los textos más antiguos del escritor norteamericano, como La subasta del lote 49 y V (novelas “cortas” para el parámetro, por lo general, extremadamente ambicioso de Pynchon) y que encuentra una reafirmación en su último libro publicado Al límite (2013). La existencia en la novela, por dar un solo ejemplo, de la cofradía de “los chicos del azar”, un grupo de jóvenes que realiza diversas misiones en pro de la “justicia”, que recorren el mundo en un globo y cuya historia particular se entrelaza no pocas veces con la de la familia Traverse, da cuenta de esta amplitud narrativa con la que trabaja Pynchon: la historia de estos chicos roza en muchos aspectos el género de la ciencia ficción, por cuanto se nos habla de viajes en el tiempo y del uso de armas provenientes de un futuro desconocido, pero que recuerda en mucho ciertos acontecimientos de la historia mundial. Me permito este comentario para evitar cualquier tipo de simplificación sobre la densidad de Contraluz en el contexto más amplio de la obra pynchoniana.
Uno de las facetas centrales del enfrentamiento entre Webb Traverse (y sus herederos) en contra de Scarsdale Vibe es el carácter de lucha de clases que adquiere a lo largo de Contraluz. Encontramos distintas apelaciones a este viejo concepto marxista en la novela de Pynchon, apelaciones que no tienen un carácter anacrónico puesto que está ambientada entre fines del siglo XIX y comienzos del XX, es decir, cuando la idea de la “lucha de clases” tenía total vigencia. Así, por ejemplo, Webb Traverse declara: “Tal vez el capitalismo decidió que ya no le hacía falta la vieja magia. —Un énfasis cuyo desprecio intencionado no escapó a la atención de Merle—. ¿Por qué preocuparse? Inventó su propia magia, y les va bien, gracias; en lugar de transformar el plomo en oro, podían exprimir el sudor de los pobres y convertirlo en billetes de banco, y así se guardaban el plomo para mantener el orden”. (p. 106).
En la misma línea de crítica del capitalismo y ataque al estrato privilegiado, Reef, uno de los hijos de Webb, sostiene un diálogo llamativo con un fantasma durante un viaje en tren (la novela de Pynchon continuamente supera los géneros y se aleja de cualquier realismo chato) que le recuerda cuál es su misión respecto a su padre, además de exponerle que se aleje de un grupo de ricos del que pretendía formar parte: “Pero nunca te ganarás el respeto de esa gente, ni siquiera la menor credibilidad. Nunca conseguirás mucho más que desprecio. Quítate toda esa dichosa mierda de la cabeza, intenta recordar al menos cómo era Webb. Luego piensa en el hombre que hizo que lo asesinaran. Scarsdale Vibe está al alcance ahora. Scrasdale 'qué os parece si todos vivís en la mierda y morís jóvenes para que yo me aloje en hoteles de lujo y me gaste millones en bellas artes' Vibe” (p.822). También Frank, Stray (la esposa de Reef) y un amigo suyo, Ewball, mantienen una conversación iluminadora sobre el tema: “Al cabo de un rato, empezaron a discutir sobre los anarquistas y la reputación que tenían de comportarse de una manera tosca, por ejemplo, tirando bombas a gente a la que no habían sido presentados.
—Hay muchos tipos que se merecen saltar por los aires, sin duda —opinó Ewball—, pero hay que ir por ellos de una manera profesional, todo lo demás sería comportarse como ellos, masacrar inocentes, cuando lo que nos hace falta es masacrar a los culpables. Quién dio las órdenes, quién las llevó a cabo, nombres y paraderos exactos, y luego a por ellos. Eso sería comportarse con honestidad.
—¿Y no llaman nihilismo a eso? —objetó Stray.
—Bonito, ¿verdad? Sobre todo cuando los verdaderos nihilistas están trabajando para los propietarios, porque son ellos los que no creen ni en una mierda, para ellos nuestros muertos no son más que muertos, tan sólo una Camisa Ensangrentada más que agitar ante nosotros, para mantenernos haciendo lo que quieren, pero nuestros muertos no dejan de pertenecernos, nos persiguen todos los días, ¿no lo veis?, y tenemos que serles leales, no nos perdonarían que nos apartáramos del camino”. (pp. 1140-1141).
Pero quizás ninguno de los ejemplos anteriores alcanza la ferocidad que presenta un discurso ofrecido por Scarsdale Vibe a la sección local de la Alianza de Defensa Patronal (véanse las pp. 1235-1236). Transcribiré el fragmento completo referido a este discurso pues considero que aquí se resume a la perfección el odio de clase al que me refería unas líneas antes, representado en este caso por una figura (ficticia) del capitalismo estadounidense de principios del siglo XX:
“Claro que los utilizamos —Scarsdale bien metido en lo que ya era su habitual sermón político—, los enderezamos y los sodomizamos, fotografiamos su degradación, los mandamos arriba a las vías, y abajo, a minas, alcantarillas y mataderos, los ponemos debajo de cargas inhumanas, cosechamos su músculo, su vista y su salud, dándoles como muestra de nuestra generosidad unos años miserables de espigueo. Claro que lo hacemos. ¿Por qué no? Sirven para poco más. ¿Qué probabilidad hay de que lleguen a la madurez, de que se eduquen, de que engendren familias, de que mejoren la cultura o la raza? Nosotros tomamos lo que podemos mientras podemos. Miradlos, llevan la marca de su destino absurdo a la vista. La estúpida música del juego de las sillas está a punto de detenerse, y serán ellos los sorprendidos, torpemente, la mayoría carentes de oído musical y ni siquiera remotamente conscientes de lo que pasa, y muy pocos, si alguno, con la sensatez de abandonar la partida a tiempo y buscar refugio antes de que sea demasiado tarde. Porque puede que entonces ya no haya refugio. Lo acapararemos todo —añadió haciendo el esperado gesto con el brazo—, este país entero. El dinero habla, la tierra escucha, allá donde se agazape el anarquista, donde cabalgue el cuatrero, nosotros, pescadores de americanos, lanzaremos nuestras redes de malla perfecta de diez acres, nivelada y a prueba de gusanos, preparada para construir sobre ella. Allá donde indeseables y patanes desconocidos se arrastren tras sus miserables sueños comunistas, los buenos ciudadanos de las praderas llegarán como redes desbordantes a estas colinas, limpios, laboriosos, cristianos, mientras nosotros, mirándolos en sus pequeños bungalows de vacaciones, moraremos en los palacios suntuosos que corresponden a nuestro rango, cuya construcción pagará el dinero de sus hipotecas. Cuando las cicatrices de estas batallas se hayan borrado hace mucho, y las escorias estén cubiertas de matojos de hierba y flores silvestres y la llegada de las nieves ya no sea la maldición anual sino una promesa, esperada ansiosamente por la afluencia de aficionados acaudalados a las diversiones invernales, cuando los ramales brillantes del teleférico hayan sometido todas las laderas, y todo sea fiesta y deporte saludable y ganado eugenésicamente seleccionado, ¿quién quedará ya para recordar a la farfullante basura del Sindicato, a los cadáveres congelados cuyos nombres, falsos en cualquier caso, se habrán desvanecido para siempre?, ¿a quién le importará que en el pasado unos hombres lucharan como si una jornada de ocho horas, unas cuantas monedas más al final de la semana, lo fueran todo, merecieran soportar el viento implacable bajo el tejado desvencijado, las lágrimas helándose en el rostro de una mujer desgastado prematuramente hasta el estupor, el llanto de niños cuyos buches nunca fueron satisfechos, cuyo futuro, el de aquellos que sobrevivieron, se redujo siempre a trabajar hasta reventar para nosotros, servirnos, alimentarnos y criarnos, recorrer las vallas remotas de nuestras fincas, hacer guardia entre nosotros y aquellos que pudieran entrometerse o cuestionarnos?
—Podía haber echado una mirada provechosa a Foley, atento entre las sombras. Pero Scarsdale Vibe no buscó los ojos de su viejo y fiel secuaz. Raramente lo hacía ya—. El Anarquismo pasará, su raza degenerará hasta el silencio, pero el dinero engendrará dinero, crecerá como las campánulas azules en el prado, se extenderá, brillará y tomará fuerza y postrará a todo ante él. Es sencillo. Es inevitable. Ya ha empezado”.
Tal como se observa, el fragmento que acabo de citar revela no sólo la comprensión de un momento determinado del desarrollo del capitalismo (que verificamos en la alusión a la llegada de ese “reino del dinero” y que es posible identificar con el ascenso del fordismo, fenómeno ocurrido a comienzos del siglo XX), sino también la decisión de llevar esta etapa hasta sus últimas consecuencias, cosa que ocurrió efectivamente en Estados Unidos y Europa —tanto como en otros continentes—, escenarios de un conflicto ininterrumpido entre trabajadores y potentados. Conflicto que es exhibido en distintos momentos de la novela y que llega a su paroxismo en Contraluz un poco después de la lectura de este discurso con el estallido de una revuelta en Colorado que confronta al ejército de los Estados Unidos con grupos de mineros anarquistas y socialistas y que termina con la masacre de estos últimos. El personaje de Scarsdale Vibe funciona, en ese sentido, como una caja amplificadora de las ideas e intereses de la clase privilegiada, que son expuestos en la prosa de Pynchon de una forma salvaje y conscientemente cínica, de un modo que, aunque nos separan muchos años desde tales conflictos, reconocemos y vemos continuado en la retórica inflamada, febril y plena de descaro de un Donald Trump, por dar un ejemplo histórico reciente.
Lo anterior nos lleva a reflexionar acerca de la consideración que Thomas Pynchon tiene sobre el poder, instancia donde toma cuerpo esta lucha de clases. Es aquí donde se hace necesaria la invocación de la obra de Guy Debord, por cuanto es este filósofo el que, recogiendo y tratando de conciliar tradiciones tan conflictivas una con la otra como lo son las del marxismo y el anarquismo, logra generar una visión propia sobre el poder desarrollando un pensamiento de revuelta que se separa en varios puntos del marxismo ortodoxo (por la influencia decisiva de G. Lukács) y que encuentra puntos de contacto con la narrativa pynchoniana.
La visión que Debord desarrolla sobre el poder, a partir de su participación en la Internacional Situacionista (fines de la década de los 50), aparece plasmada en obras como La sociedad del espectáculo (1967) y Comentarios sobre la sociedad del espectáculo (1988). Hay que señalar, en primer lugar, que Debord identifica la gestión del poder en las sociedades contemporáneas con el desenvolvimiento pleno del capitalismo, que alcanza un dominio que podríamos adjetivar de “completo” sobre las colectividades nacionales desde las postrimerías del siglo XX; colectividades que son avasalladas por la imparable autonomía de la economía global (fenómeno anticipado ya por Marx en El capital) hasta convertirse, de alguna manera, en meras plataformas jurídicas de esta instancia.
Aquí, Guy Debord muestra una independencia de criterio respecto de la opinión aceptada por el marxismo ortodoxo, y los observadores occidentales, acerca del momento histórico denominado Guerra Fría. Donde los demás intelectuales observaban el enfrentamiento de las dos grandes potencias (Estados Unidos y la Unión Soviética), alineados con sus respectivas alianzas de países en representación de las ideologías capitalista y comunista, Debord constata, por el contrario, la unidad fundamental del Capital, que tan sólo en apariencia adquiere un tono distinto dependiendo de si se lo vislumbra desde la perspectiva de Washington o Moscú. Es decir, si se trata de un capitalismo difuso o un capitalismo de Estado (o en la terminología debordiana: lo “espectacular difuso” y lo “espectacular concentrado”). Así, la tajante división ideológica entrevista por filósofos y cientistas políticos para explicar las nuevas condiciones políticas del mundo, advenidas después de la Segunda Guerra Mundial, no obedecería más que a un enmascaramiento de dicha unidad: “Las falsas luchas espectaculares de las formas rivales del poder separado son al mismo tiempo reales en tanto que ellas traducen el desarrollo desigual y conflictivo del sistema, los intereses contradictorios de las clases o de las subdivisiones de clases que reconocen al sistema y definen su propia participación en el poder” (La sociedad del espectáculo, aforismo 56). Esta aseveración, quizás la más polémica del texto, es reiterada en el aforismo 63: “Es la unidad de la miseria que se oculta bajo las oposiciones espectaculares. Si formas diversas de una misma alienación se combaten entre sí bajo la máscara de una elección total, es porque ellas están construidas sobre las contradicciones reales reprimidas. Según las necesidades de la fase particular de la miseria que el espectáculo desmiente y mantiene, éste existe bajo una forma 'concentrada' o bajo una forma 'difusa'”. En los dos casos, el espectáculo no es más que una imagen de unificación feliz rodeada de desolación y de horror, en el centro tranquilo de la desdicha”.
Es necesario aclarar, en este punto, un detalle que ha llevado a confusión a muchos seguidores de la obra debordiana: el título de su trabajo más importante, La sociedad del espectáculo. Dicho título parece dirigir el foco del análisis sobre los aspectos mediáticos de la sociedad contemporánea, como si la intención del filósofo francés al escribir el libro hubiera sido —únicamente— la de hacer un retrato descarnado de la influencia de los medios de comunicación y la publicidad sobre las conciencias, y del peso que aquellos han tenido en la imposición de una alienación generalizada que dominaría nuestro presente. No hay duda que La sociedad del espectáculo aborda ese tema y que, en el pensamiento de Debord, éste tiene una importancia determinada, siendo objeto de frecuentes comentarios. Empero, es importante recalcar que la línea central que atraviesa La sociedad del espectáculo refiere a la primacía que alcanza la mercancía en el accionar del mundo contemporáneo y al efecto de profunda alienación que se genera como consecuencia de su dominio. Guy Debord advierte lo siguiente en el aforismo 42: “El espectáculo es el momento en el cual la mercancía ha llegado a la ocupación total de la vida social. No solamente la relación a la mercancía es visible sino que no se ve más que ella: el mundo que se ve es su mundo. La producción económica moderna despliega su dictadura extensiva e intensivamente”. Por lo ya dicho, no es aventurado ver en Debord a un heredero del Marx de Manuscritos económico-filosóficos, de 1844, La ideología alemana y el primer capítulo de El capital, influencia que, a la par del famoso libro de Georg Lukács, Historia y conciencia de clase (cuya efecto en el pensamiento de Debord es analizado de forma concienzuda por Anselm Jappe en su biografía intelectual del filósofo francés), conforman el entramado básico sobre el que se levanta la reflexión de Debord en La sociedad del espectáculo.
La identificación del poder con el desenvolvimiento pleno del Capital se reafirma en los Comentarios sobre la sociedad del espectáculo: “En 1967, con el libro La sociedad del espectáculo puse de relieve lo que el espectáculo moderno era ya en esencia: el reinado autocrático de la economía mercantil, que ha conseguido un estatuto de soberanía irresponsable, y el conjunto de las nuevas técnicas de gobierno que corresponden a ese reinado”. Esta visión es realzada en Comentarios… por la imagen de un poder que adquiere, en la consideración de Debord, ribetes kafkianos. Se habla en este libro de cofradías o grupos que operan desde las sombras, idea que ha sido un rasgo común de la reflexión sobre el gobierno a partir de Maquiavelo, pero que en el presente, de acuerdo a Debord, adopta ciertas características puntuales: “Nuestra sociedad se basa en el secreto, desde las “sociedades-pantalla” que ponen a cubierto los bienes concentrados de los poseedores, hasta el “secreto-defensa” que cubre actualmente un inmenso espacio de plena libertad extrajudicial del Estado” ; “El secreto domina el mundo y, en primer lugar, lo hace como secreto de la dominación.
Según el espectáculo, el secreto no sería más que una excepción necesaria a la regla de la información abundantemente ofrecida en toda la superficie de la sociedad, al igual que la dominación en “este mundo libre” de lo espectacular integrado, se reduciría a no ser más que un departamento ejecutivo al servicio de la democracia. Pero nadie se cree en verdad el espectáculo. ¿Cómo aceptarían los espectadores la existencia del secreto, que por sí solo hace que no puedan administrar un mundo del que ignoran las principales realidades, si, como gesto extraordinario, se les pidiera de verdad su opinión sobre la manera de tomárselo?” Esta indefensión que menciona Debord, como atributo primario del individuo enfrentado al poder, caracteriza a muchos protagonistas de las novelas de Pynchon, quienes deben intentar afirmarse en un mundo que se ha vuelto opaco y confuso y donde la sensación de paranoia surge ante la revelación de que el poder extiende su alcance, más allá de nuestro entendimiento. Webb Traverse, por ejemplo, descubre demasiado tarde que Deuce Kindred, compañero de trabajo en la mina al que ha tratado de ayudar por algún tiempo, y a quién él considera un camarada anarquista, es un agente encubierto de los patrones que tiene la orden de eliminarlo, cosa que logrará un poco después. El desconocimiento que Webb tiene de la estructura de la patronal, y de la forma criminal en que ésta opera, exhibe esta indefensión a la que aludíamos antes y va a significar la muerte del personaje.
De igual manera, “los chicos del azar” cumplen una serie de misiones en distintos lugares del planeta, obedeciendo los mandatos de un alto mando que no conocen, para descubrir finalmente que este alto mando buscaba en secreto su propia aniquilación. Asimismo, los hijos de Webb, Frank, Reef, Kit, verán siempre frustrados sus intentos de cobrarse venganza de la muerte del padre, puesto que todos los planes de asesinar a Scarsdale Vibe llegarán a conocimiento de éste mucho antes de su ejecución, debido a la intervención de infiltrados que se encontraban en sus círculos de mayor confianza. Guy Debord hace un comentario ilustrativo, en relación a este infiltramiento constante de las fuerzas del orden entre los grupos insurgentes: “Sin embargo, la mayor ambición de lo espectacular integrado sigue siendo que los agentes se conviertan en revolucionarios y éstos en agentes secretos”. Será Foley, el factótum de Scarsdale Vibe, quien terminará por traicionar a su jefe y darle muerte, completando así una vendetta que los Traverse hubieran sido incapaces de lograr por sí solos, dada su ignorancia y exclusión del secreto de las redes de respuesta patronales.
Otra cuestión que hermana el pensamiento de Debord con el acontecer de la novelística pynchoniana es el desvanecimiento de las fronteras que separaban el mundo criminal del ámbito de la legalidad. En Comentarios…, Debord habla de un hecho que estima incuestionable en el mundo actual, la cercanía íntima entre la Mafia y el Estado: “Es una equivocación querer explicar nada oponiendo la Mafia y el Estado: nunca son rivales. La teoría verifica con facilidad lo que todos los rumores de la vida práctica habían demostrado demasiado fácilmente. La Mafia no es ajena al mundo; está perfectamente integrada en él. En el momento de lo espectacular integrado, la Mafia reina como el modelo de todas las empresas comerciales avanzadas”.
Debo indicar que la consideración que Debord realiza aquí, relacionada con su experiencia en Italia durante los años 70’, fue antecedida por la publicación, en 1979, de un panfleto compuesto por el situacionista italiano Gianfranco Sanguinetti, intitulado Sobre el terrorismo y el estado. En él se hablaba de los métodos ilegales utilizados por el Estado italiano, durante los así llamados años del plomo, para desarticular y anular la acción de los grupos subversivos de izquierda, tales como las Brigadas Rojas. La tesis del panfleto, la afirmación de que una situación de emergencia política- social extrema, provocada por el mismo gobierno, permitiría el uso justificado de represalias y restricciones a las libertades civiles, llevando a la aparición de un régimen autoritario, se encuentra muy cerca del concepto de estado de excepción de Giorgio Agamben y entronca de lleno con una intuición pynchoniana, abordada ya en El arcoíris de la gravedad y continuada en Contraluz que apunta a la confusión entre mundo criminal y legalidad, en especial en lo que se relaciona con los aparatos de seguridad de los estados modernos. En Contraluz hallamos las figuras de Lew Basnight y Ciprian Latewood, el primero un investigador privado contratado, a través de la agencia en la que trabaja, por grandes potentados de Chicago para infiltrar grupos anarquistas y de protesta social; el segundo, un estudiante de matemáticas que termina laborando para el servicio secreto británico en el área de los Balcanes. Estos personajes toman conciencia del papel equívoco que les toca jugar en tanto representantes de un orden legal que ha dejado de obedecer a principios éticos y recurre a prácticas criminales en su deseo de restituir el estado de tranquilidad pública que, supuestamente, los elementos subversivos han alterado, cosa que, tal como podemos comprobar por las maniobras de un Scarsdale Vibe, es falso. Aunque estos personajes, en un primer momento, se prestan a las acciones que les son ordenadas, lo hacen con profundas dudas, dudas que finalmente los llevan a que, decepcionados, abandonen su colaboración con el poder, en una decisión que evidencia claramente la mirada que Pynchon tiene hacia esta desaparición de las fronteras.
Llegamos al que, para mí, es el vínculo más importante que une la teoría que Guy Debord presenta sobre la sociedad de la mercancía y la narrativa pynchoniana: el lugar de privilegio que se ofrece a la historia como elemento útil para desacelerar e, incluso, poner entre paréntesis los procesos de transformación desatados por el avance imparable del Capital. Pero vayamos por partes: en Comentarios…, Debord señala que uno de los rasgos definitorios de la sociedad de la mercancía es la instalación de un 'presente perpetuo':
“La construcción de un presente en el que la misma moda, desde el vestuario a los cantantes, se ha inmovilizado, que quiere olvidar el pasado y que no parece creer en un futuro, se consigue mediante la incesante transmisión circular de la información, que gira continuamente sobre una lista muy sucinta de las mismas banalidades, anunciadas de forma apasionada como importantes noticias; mientras que sólo muy de tarde en tarde y a sacudidas pasan las noticias realmente importantes, las relativas a aquello que de verdad cambia. Conciernen siempre a la condena que este mundo parece haber pronunciado contra sí mismo, las etapas de su autodestrucción programada”.
La evidencia de este adelgazamiento cada vez mayor del contenido histórico que circula en los medios de comunicación y las redes sociales, del enfoque superficial que se da a la historia (en tanto mera celebración de efemérides, tal como lo indica Anselm Jappe en un artículo de Crédito a muerte, por lo que nos encontramos con la paradoja de hallarnos en un momento que parece darle una supuesta “prioridad” a la historia cuando, en realidad, se la reduce más y más) dan cuenta de la degradación que esta disciplina ha sufrido en el contexto de una sociedad que busca condenarnos a un presente en que sólo impera la mercancía y sus múltiples avatares. De ahí que, de acuerdo con Debord, la aniquilación de la historia se haya vuelto una prioridad: “La primera intención de la dominación espectacular era hacer desaparecer el conocimiento histórico en general y, desde luego, la práctica totalidad de las informaciones y los comentarios razonables sobre el pasado más reciente”. Esto se hace con el objeto de borrar las “huellas del crimen”: “La valiosa ventaja que el espectáculo ha obtenido de este “colocar fuera de la ley” a la historia, de haber condenado a toda la historia reciente a pasar a la clandestinidad y de haber hecho olvidar, en general, el espíritu histórico en la sociedad, es, en primer lugar, ocultar su propia historia: el movimiento de su reciente conquista de mundo”.
Contra este orden de cosas se alza la narrativa de Pynchon. No es sólo que en su novelística se citen nombres y hechos relativos a un profundo conocimiento histórico; se trata, más bien, de que la historia ocupa un papel central, tal como podemos comprobar en Contraluz. El cuidadoso recorrido temporal que se hace en la novela, desde la Exposición Universal de 1893 hasta las postrimerías de la Primera Guerra Mundial, permite al lector empaparse de una serie de acontecimientos que se relacionan tanto con la evolución de la lucha que los grupos anarquistas y los sindicatos sostuvieron con las asociaciones de patrones en Estados Unidos y Europa como con un conjunto de hechos de primera importancia en el acontecer del mundo (revoluciones rusa y mexicana, Primera Guerra Mundial, por mencionar sólo algunos) que son objeto de exposición en el libro de Pynchon. Pero más relevante que esto es la perspectiva que el novelista estadounidense adopta en Contraluz: una mirada benjaminiana, si se puede decir así, que remite directamente a las Tesis sobre el concepto de historia, de Walter Benjamin. ¿En qué sentido afirmo esto? Considero que Pynchon ha hecho suya la tarea que Benjamin propone como función básica del historiador materialista en la tesis VII: “No hay ningún documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie. Y la misma barbarie que los afecta, afecta igualmente el proceso de su transmisión de mano en mano. Por eso el teórico del materialismo histórico se aparta de ellos tanto como le es posible. Su tarea, cree, es cepillar la historia a contrapelo”. Ese “cepillar la historia a contrapelo” explica el interés obsesivo que Pynchon tiene por aquellos acontecimientos históricos que forman parte de la “tradición de los oprimidos”; acontecimientos que no han recibido una cobertura adecuada o que han sido ignorados por la historiografía tradicional. De esta manera, hallamos en Contraluz menciones de la Comuna, del exterminio de las poblaciones originarias en el Congo, de las luchas indígenas en México, de la efervescencia anarquista en los Estados Unidos, de las guerrillas en los Balcanes durante la Primera Guerra Mundial… La perspectiva que Pynchon ofrece del hecho busca, por lo general, contradecir una verdad oficial o entregar un relato informativo de sucesos literalmente borrados de la historia (como es el caso del “genocidio herero”, la aniquilación del grupo étnico de este nombre ocurrido en Namibia, hacia 1904-1905, por parte de los ocupantes alemanes, que se narra en una breve digresión en El arcoíris de la gravedad).
Existe, en ese aspecto, una coincidencia en la agenda de un Walter Benjamin observando el ascenso tenebroso del fascismo en 1940 y un Thomas Pynchon, enfrentado a los retos que impone un mundo dominado por una variante específica del Capitalismo (el neoliberalismo), tal como se deduce de un comentario hecho por Michael Lowy a propósito de la tesis VII en Walter Benjamin: aviso de incendio:
“Como siempre en Benjamin, el imperativo de “cepillar la historia a contrapelo” tiene una doble significación:
a) Histórica: se trata de ir a contracorriente de la versión oficial de la historia, oponiéndole la tradición de los oprimidos. Desde ese punto de vista, la continuidad histórica de las clases dominantes se percibe como un único y enorme cortejo triunfal, ocasionalmente interrumpido por los levantamientos de las clases subalternas.
b) Política (actual): la redención / revolución no se producirá debido al curso natural de las cosas, el “sentido de la historia”, el progreso inevitable. Habrá que luchar contra la corriente. Librada a sí misma o acariciada en el sentido del pelo, la historia sólo producirá nuevas guerras, nuevas catástrofes, nuevas formas de barbarie y opresión”.
Esta oposición que presenta la narrativa de Pynchon a permitir la liquidación de la historia advertida por Debord en los Comentarios…, en resumen, liga el trabajo del novelista estadounidense a las ideas que, sobre el papel crucial del conocimiento histórico en la lucha contra el capitalismo y su tierra arrasada, presentan intelectuales como Walter Benjamin y Guy Debord, quienes, a partir de una raigambre marxista heterodoxa, han señalado a la historia como un eje de cuestionamiento a la hora de ejercer una crítica significativa del Capital y ofrecer alternativas de cambio.
Una serie como Wormwood, a pesar del gran trabajo de investigación que hubo tras ella y a su enfoque novedoso de los acontecimientos narrados, puede ser adscrita a esa corriente “conspiranoica” de la que se habla para nombrar cierta visión del mundo que reduce todo entendimiento a la simple verificación de la existencia de grupos o cofradías que actuarían entre las sombras para regir nuestro presente. ¿Debemos considerar entonces que la obra de Pynchon forma parte también de esta tendencia? A mi modo de ver, hay un largo trecho que separa la weltanschauung de los fanáticos que intentaron asaltar el Capitolio en enero de 2021 de la que guía la labor de un Thomas Pynchon. De un lado tenemos mistificación y del otro la aplicación de una ratio feroz, desprendida de un largo análisis; en una orilla, ignorancia y repetición de una doxa cada vez más degradada y en la otra, comprensión de fenómenos históricos incubados por mucho tiempo. Pero si hay algo que diferencia de forma decisiva ambas actitudes es que, en el caso de Qanon, el coqueteo con el miedo y su aliado más cercano, el fascismo, es muy claro; mientras que la aproximación de un Morris —qué decir de Pynchon— surge, precisamente, de la prevención del gesto autoritario y el establecimiento de una conciencia vigilante en torno a los hechos.
Es cierto que los tiempos que vivimos —esta nueva realidad impuesta por el covid—, están colmados de incertidumbre y turbulencias, de aceleración de los hechos y una desmemoria alarmante que parece alimentar la emergencia de alternativas extremas en lo que concierne al horizonte social y político. Por lo mismo, la presencia de estas voces disonantes, molestas, que evidencian la oscuridad, distanciándose con fuerza de los discursos facilistas, de la era del grito y la proclama que enfrentamos, se hace más indispensable que nunca. Pues, tal como afirma Eric Olson, hijo de Frank, al final de la serie de Errol Morris, así es el ajenjo (“wormwood”): “pura amargura”. Amargura que debemos asimilar, seguir en las páginas de las novelas de Thomas Pynchon para evitar complacernos con la sola aceptación de la catástrofe.
Manuel Illanes
[Santiago, Chile, 1979] Maestro en Letras Mexicanas por la UNAM. Ha publicado los libros de poesía Tarot de la carretera (Fuga, Santiago, Chile, 2009), Crónica de Tollan (Piedra de Sol, Santiago, Chile, 2012; La Ratona Cartonera, Cuernavaca, México, 2013), Memorias del inframundo (Mantra Ediciones, Ciudad de México, 2016), Paraíso inc. (Ediciones Ojo de Golondrina, Ciudad de México, 2018), Diario de la peste (G0 Ediciones, Santiago, Chile, 2019) y Paisaje con ruinas (Gravity’s Rainbow, Ciudad de México, 2021). También figuran poemas suyos en las antologías Chile mira a sus poetas (Pfeiffer, Santiago, Chile, 2015); Residencia temporal: seis poetas chilenos en México (Aldus, Ciudad de México, 2016) y Evocaciones de la Torre Latinoamericana (Ciudad de México, 2021).